“MAD
MAX: FURIA EN EL CAMINO”
Por Lorena Bellesi
bellesi_lorena@hotmail.com
En
el año 1979 el director australiano George Miller estrenaba “Mad Max, salvajes de autopista”, con un
jovencísimo Mel Gibson como protagonista, causando un gran revuelo dentro de la
cinematografía de la ciencia ficción post-apocalíptica. La misma tendría dos
secuelas casi inmediatas: en el ‘81 y en el ‘85. Hoy, treinta y seis años
después, Miller vuelve al ruedo, resucitando el mismo mundo devastado de sus
primeros films y sin perder, en absoluto, ese característico fantástico encanto
con la extraordinaria “Mad Max: Furia en
el camino” (Mad Max: Fury Road).
Despojada de material verbal, no afluyen cuantiosamente los diálogos; carente
de complejidad argumental, resarce su minimalista retórica a través de un ostentoso despliegue visual y sonoro que hechizan
al espectador, maravillándolo durante las dos horas que dura el film.
El
apelar a un ritmo incesante, por momentos frenético, consigue ser la mejor
estrategia narrativa para contar una casi ininterrumpida persecución, la cual
es, en realidad, el fruto de una traición. Luego de la guerra por el petróleo
el mundo se ha convertido en un desierto, una estéril extensión color ocre, de cuyo
suelo ácido no brota nada, donde el agua de los ríos y arroyos es veneno. Es
difícil confiar en otros, la soledad es la forma que encontró Max (Tom Hardy) para poder sobrevivir en
ese lugar extraño, teñido de “fuego y sangre”. Aquejado por el
fantasma de la culpa que lo atormenta más que los eventuales enemigos reales, Max es atrapado por uno de los tantos
clanes brutales que ahora se reparten lo que quedó del mundo. Un mundo
visualmente espantoso, habitado por seres que llevan en el cuerpo la marca de
la devastación: deformes, mutilados, abarrotados de tumores. El Inmortal Joe (Hugh Keays-Byrne) es el
patriarcal líder de la ciudadela, un ser déspota, una suerte de mesías con
ínfulas de redentor, que cuenta con un gran número de seguidores demenciales
–los War boy-, dispuestos a morir por
él, por sus promesas de salvación. Establecido en lo alto de una montaña,
ejerce su poder administrando a gusto un invalorable tesoro: agua. Como suele
suceder, un día su autoridad es desafiada por uno de sus discípulos, la
imponente Furiosa (Charlize Theron,
impecable), manejando su todopoderoso vehículo -un ensamble raro que parece un
camión-, lo engaña y huye robándole sus bienes más preciados. De esta manera,
se inicia una feroz cacería por el asolado e inconmensurable paisaje australiano.
Cada
vehículo puesto en marcha es el resultado de una suma de partes, un híbrido
hecho a partir de los retazos de algo que ya no existe. Preparados para la
ofensiva, atraviesan los páramos y los pantanos con intensidad y furia. Cada
coche, moto, camión es excesivo en su apariencia. De a ratos, el ruido salvaje
de los motores de la caravana infernal es acompañado por el sonido de los
tambores y una guitarra eléctrica, ejecutados en vivo desde el lugar. La escena
es a su vez descabellada, como potente.
“Mad Max: Furia en el camino”, no da
respiro, cada escena es grandiosa en su montaje, fotografía y sonido. Una
especie de “Rápidos y furiosos”
futurista, pero con un acentuado sentido de la estética. En la película de Miller
los personajes se preguntan: “¿Quién mató
al mundo?”, esa interrogación trasciende la pantalla.
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