“EL
BESO DE LA MUJER ARAÑA”
Por Julieta Nardone
julietanardone@gmail.com
El
escritor argentino Manuel Puig (1932-1990) reúne a un vidrierista homosexual y
a un “subversivo” militante en la época convulsa de los setenta; los junta,
cada uno con una condena social a sus espaldas, y los encierra en una cárcel
para hacer nacer, paulatinamente, una relación de amistad. ¿Con qué cuentan
para establecer contacto? Sólo la
palabra y la proximidad corporal.
El beso de la mujer araña, publicada por primera vez en Barcelona
en 1976, es una novela con un mecanismo narrativo que recuerda un poco a Las mil y una noches, aunque en lugar de
tratarse de una historia, lo que Molina
le cuenta a su compañero de celda noche tras noche es una película melodramática,
propia del Hollywood de los cuarenta. Cada film mezcla maquiavélicamente
guerra, espionaje y amor, y si bien al principio Valentín (el preso político) se resiste a perderse en esas
fantasías, poco a poco irá cediendo como forma de olvidar el dolor físico
causado por las torturas rutinarias a las que es sometido para que “cante”.
Cada film anestesia un poco, y cada conversación que comparten va admitiendo
una proximidad de una calidez intransferible (¡tienen que leerla!) que se
profundiza al correr de los días. La interrogación recíproca sobre qué sienten
en el encierro, sobre sus proyecciones sociales, sus intimidades y convicciones
pasadas, poco a poco nos lleva a descubrir una hendija de luz: la convivencia en
un universo que pareciera caerse a pedazos, y sostenerse tan sólo de la
separación entre géneros, clases sociales, ideologías. Hay en este libro,
simplemente, algo valioso: esperanza en el ser humano.
La
amistad, la confianza, la protección, desembocan en un cariño mutuo que los
llevará al acto físico, el encuentro sexual. Si bien la feminidad que siempre
asumió Molina es la naturalizada por
su sociedad conservadora, esto es, siempre deseó la supremacía del hombre, aún
así, el coraje y la sed de utopías los hace encontrar en la ternura una vía
para acercarse persona a persona, sin dominación de uno sobre el otro: “…ustedes
son hermosos el uno para el otro, porque se quieren y ya no se ven sino el
alma, ¿es tan difícil de comprender acaso?, yo no les pido que se miren ya,
pero cuando yo me vaya… sí, sin el menor miedo, porque el amor que late en las
piedras viejas de esta casa ha hecho un milagro más: el de permitir que, como
si fueran ciegos, no se vieran el cuerpo sino el alma”.
Frente
a una sociedad de marcados estereotipos y rígidas convenciones, el autor logra
conmovernos en la tensión de todas las normas. Esa síntesis humana en gran
parte se explica por su apuesta narrativa: como la mayoría de sus novelas, la
propia voz de los personajes hace progresar el hilo de la trama (sin la
autoridad de un narrador). En este libro, sin embargo, va más allá todavía:
salvo las notas al margen, todo, pero
todo, es diálogo. La mediación de la palabra polifónica mantiene vivos a
los presos, en un constante fluir entre el sueño y la realidad. Esa comunión
les permite aceptar ambas dimensiones... Como el mismo Puig afirmaría en alguna
ocasión: “Sin locura, nada cambia. Para
cualquier cambio, social, político, etc. tienes que estar en ese territorio
aparentemente inútil. La aceptación total de la realidad equivale a parálisis”.
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