Por Carina Sicardi / Psicóloga
casicardi@hotmail.com
Los
días pasan lentamente para aquel que nada espera. A veces pareciera que,
bíblicamente hablando, miráramos con soberbia lo hecho hasta ahora y, como en
aquel famoso séptimo día, nos dedicáramos a descansar sintiendo que nada nuevo
podrá aparecer, más que lo inevitable, el devenir del tiempo que termina en la
muerte.
Cuando
todo parece terminado y bajo control, de repente la vida nos da un giro
inesperado, aquello que nos despierta como una suave brisa que alienta a abrir
los ojos o como un huracán que nos empuja hacia lugares desconocidos hasta
entonces.
Tenemos
el tiempo organizado tan sistemáticamente, que nada debería fallar. La
tecnología nos avisa permanentemente los horarios, nos adelanta fechas de
compromisos ineludibles a los que aun así, incumplimos.
Llegando
una de estas mañanas a la clínica donde trabajo, encuentro a mis compañeras de
recepción al borde del estallido. ¿Qué había sucedido? Es que, el trabajo
cotidiano –en general monótono-, ese día las despertaba con casi una bofetada.
El sistema de horarios, que organiza el tiempo de los pacientes y de los
profesionales por un mínimo de treinta días, no funcionaba. Y no sólo eso. Al
mejor estilo de la canción que cantábamos de pequeños, “a un viejo cirujano
llamaron con urgencia”; la clínica entera empezó a buscar con desesperación al
analista de sistemas. Las listas no podían ser impresas, la gente comenzaba a
impacientarse en la cola que se iba acrecentando en número y en tiempo de
espera, corridas casi asimilables a cuando es un paciente el que colapsa.
Por
fin, bajo la mirada de decenas de personas desencajadas, llega el profesional
informático, intentando resolver bajo la presión de dedos tamborileantes y
miradas de ojos bien abiertos. Los teléfonos no dejaban de sonar, buscando
nuevos turnos, y para todos ellos, la misma respuesta cansada e irritante a los
oídos ansiosos: “Llame más tarde, no hay sistema”.
Después
de eternos y densos minutos (ya sabemos cuán largos son los minutos de quien
espera), las pantallas, al unísono, vuelven a mostrar la página de presentación
del tan ansiado organizador de horarios, fechas y números de teléfonos de
referencia para avisar cualquier inconveniente que reprograme turnos.
Caras
de alivio, resoplidos de broncas acumuladas, rostros relajados y miradas de
agradecimiento hacia el superhéroe mañanero, quien se despide también con una
cálida sonrisa.
Todo
parecía volver al ritmo normal de vencedores vencidos. Pero, de repente, la
temible nube de la tormenta más inesperada, irrumpe con todo su ímpetu. La
página apareció, ¡¡¡pero en blanco!!!
Todos
los turnos dados por anticipado en la organización más absoluta, habían
desaparecido. No podían saber cuál era el orden en el que cada paciente
esperaría a ser llamado por el médico. Ni cómo avisarles a otros tantos que uno
de los profesionales no iría a trabajar ese día. Ni tampoco sabían cómo dar
turnos a futuro sin superponer con los que alguna vez fueron dados.
Revolución.
Caos. Ya nada volvería a ser como antes. Las prolijas cabelleras y las
respuestas de voz acompasada, dieron lugar a pelos parados y tonos cada vez más
fuertes ante la repetición de cada explicación que los ignotos pacientes
requerían.
Los
tres tiempos confluían en el caos. El pasado organizado que ya no existía. El
presente sin un orden establecido. El futuro incierto.
No
había tiempo para no esperar nada. Y todo era esperable. Sabían que se venían
días difíciles pero diferentes. Agudizar el ingenio y ponerle colores al gris
cotidiano.
El
caos no es sinónimo de imposible, muchas veces es el comienzo de un desorden
que ordena.
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