“LA MADRE”
Por Julieta
Nardone
Octubre,
sabemos, festeja a las madres. No alcanza la vida para celebrarlas. Madre-Mamá-Mami-Ma.
Las primeras palabras del amor y la protección. Lenguaje balbuceante de la
libertad. El amor de crianza (sea ésta una madre, una abuela, una tía…) no
puede desenvolverse más que en justa
correspondencia. Justicia-Libertad-Paz. Si esta conexión es algo arbitraria
conceptualmente, en cambio, no lo es históricamente. Cada uno de nosotros, alguna
vez hemos gritado, desde ese rincón colectivo de la memoria desesperada: “¡ay mamita!”. Y, al recordar los
elementos maternales de un abrazo, un olor, una palabra, una sonrisa, o un
simple silencio a tiempo… seguimos entregando el pecho a la lucha diaria. Ese
amor, en suma, se nos vuelve resistente armadura.
Pienso,
inevitable, en las madres luminosas y sacrificadas de los tangos. La rabiosa
adoración por los hijos. Y hablemos, por fin, de literatura. Hablemos de Gorki
(1868-1936) y su simbólica, febril, obra “La madre”. Escrita en los albores del
siglo pasado a raíz de los conflictos obreros, recién alcanzará difusión en
1917 por claras razones políticas. La novela es el germen de una lucha que sobrepasa
infinitamente los muros del propio hogar. Aunque, aquí, todo empieza en la
servidumbre doméstica. La protagonista, Pelagueia,
analfabeta, temerosa, sometida por un marido agresivo que desquita su amargura –ante
el ambiente indigno de los suburbios de Moscú- en el alcohol y la mujer. Este
ser femenino, con todo, fecundará su retoño, y junto a él, una segunda
oportunidad; la cifra definitiva de una página nueva en la historia del
sometimiento: un hijo de la revolución.
Impulsado
por la lectura de libros prohibidos, Pável
(el hijo), comienza a reunirse clandestinamente con hombres y mujeres deseosos
de torcer el destino de la dura vida de los trabajadores. Así, cada uno de
ellos se torna hijo ante la mirada
comprensiva y solidaria de Pelagueia,
quien se convertirá en emblema clave del cambio necesario: “No se puede matar un alma resucitada”. En ese ardiente encuentro
de camaradas, se va perfilando el espíritu de la Rusia prerrevolucionaria –todavía
entre feudal e industrializada-; evocación clara de la lucha de los que
expusieron sus vidas a la persecución, la pérdida de libertad, la tortura, la
muerte (cabe citar: “la verdad avanza
clandestinamente por el mundo”); impulsados por una fe tan utópica como
concreta de transformación social.
Gorki
recrea aquel complejo período histórico en una trama vigorosa, repleta de vida, y por lo tanto, llena de
misterio. Sabiamente, supera todo lenguaje congelado en el cielo intocable
de la abstracción, representando, en cambio, aquellos altos valores mediante un
estilo palpitante y próximo, adecuado a su escritura desenvuelta, precisa, sin
concesiones a la nota superflua; abundante en diálogos que consiguen alumbrar
la nervadura más genuina de lo humano: “La
gente es mala, sí… Pero cuando supe que en la tierra hay una verdad, ¡los
hombres me parecieron mejores!”
Paradojas de la vida, o mágicas
congruencias que tan sólo el arte puede trazar, Gorki creció prácticamente en
la orfandad. A edad temprana, sufre la muerte de sus padres; sobrelleva un paso tambaleante por la escuela
y más tarde, ante el rechazo para entrar a la universidad, deberá experimentar
los trabajos más duros. En ese peregrinaje, intimó con los espacios marginales
y violentos de la miseria, donde conoció las penurias espirituales y materiales
de los olvidados. Vienen a cuento, las palabras de Rubén Darío sobre el ruso, al percibir
que “si no hubiese sido un intelectual
genial, sería un gran bandido”. Multiplica, esta nota personal, el sentido
profundo de su exaltación maternal, y por qué no, también, su visión amorosa de
las multitudes desprotegidas.
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