Por Carina Sicardi / Psicóloga
casicardi@hotmail.com
En
los días previos a las fiestas navideñas, la palabra último se repite casi como
un slogan pegadizo. Será por esa necesidad de cerrar capítulos, círculos u
oraciones, como si buscáramos una bocanada de aire fresco que nos permita tomar
fuerzas para enfrentar algo nuevo.
Los
últimos exámenes, los últimos días para presentar trabajos atrasados, los
últimos tramos para lograr concretar todos los objetivos que nos planteábamos
hace un año atrás. Apuramos los pasos y de repente los gimnasios están llenos de
aquellos que se “olvidaron” de ir durante el año, como si el verano, con su
inconfundible reclamo de andar livianitos de ropa, no iría a llegar nunca.
Como
en cada cierre del periódico, yo también juego con esto tan peligroso de
terminar el texto a último momento, casi vencido, al borde del sufrimiento y
rogando que nada extraño suceda entre que cae la idea y las palabras van
cubriendo la página que hasta hace sólo un momento estaba tranquilamente en
blanco, no diciendo nada (o quizás sí), y el punto final.
Entonces
me encuentra hoy, feriado, día de obligaciones mínimas, en la previa de una
tradición que espero en breve, va a comenzar a repetirse: el armado del
arbolito. En casa se está retrasando porque hace trece años, mi hijo participa
de ese ritual. Y las fotos alegóricas lo corroboran. Al principio fue casi un
observador, que mucho no entendía, pero por sus grititos de alegría y batir de
palmas, parecía disfrutarlo desde su cochecito. Su crecimiento fue marcando
también la participación más activa, tanto en su accionar como en sus críticas.
Pero ahora está durmiendo aún, y como si fuese bebé, cada tanto me levanto y me
acerco hasta su habitación para ver si se despierta. Desde la puerta, sin
encender la luz, lo miro, está tan largo que sus pies luchan por seguir
perteneciendo a esa cama. Y las sábanas inquietas se han transformado en la
noche, en una bufanda que lo envuelve parcialmente. No aguanto y decido correr
el riesgo de despertarlo. Lucho hasta hacerme de las sábanas y lo tapo, lo
cobijo, como cuando era bebé. Y su cara aún dormida, se relaja, su cuerpo se
acomoda otra vez, entregado a los brazos de Morfeo.
Y lo
espero. Nunca lo hemos puesto en palabras, pero la tradición de esta familia
indica que el árbol se arma con él.
También
parece ser un ritual escribir el texto con la soga al cuello y con la mirada y
el oído atentos al celular que en cualquier momento reclamará, con justa razón
y dulces palabras, la llegada del mismo.
Y,
con un tanto de presunción, me pregunto si estos escritos que, como siempre
explico, están hechos desde el lugar de lectora y no de escritora, también
serán esperados por ustedes cuando cada mes, cumplen con el ritual de comprar
el diario.
Durante
más de cinco años, este espacio fue un encuentro entre nosotros, una charla de
café virtual con cada uno de ustedes, que me permitieron contarles un poco de
todo... Mi prima Stella, que es escritora, me dice que mi papá era un buen
contador de historias. Ojalá haya heredado algo de su don para no haberlos
aburrido. Porque han sido muy generosos conmigo. Transitaron a mi lado la vida,
la muerte, el dolor, la emoción, la alegría, lo teórico, la fantasía, lo
tedioso de mis enrulados pensamientos de filosofía cotidiana y mi lucha por
vencer al fantasma de saberme entendida o interpretada por ustedes. Les abrí,
un poquito, la puerta de mi mundo desde palabras sin mayúsculas. Y hoy, desde
este último texto, quería mirarlos a los ojos y decirles gracias por regalarme
cada uno de los minutos que me dedicaron, apropiándose así de lo narrado.
Levanto
mi copa con ustedes, con mis compañeros redactores, con Ale y Fer, por nuestros
sueños, porque no nos despertemos sin sueños: amor y poesía, un año más.
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