El mundo será del ruido, o no será...

“EL SILENCIERO”

Por Julieta Nardone


Llega fin de año...
Ruido político, ruido económico, ruidos personales se agolpan en nuestra cabeza buscando un lugar para ser elaborado como sonido; algo ya del orden de lo humano porque el sonido (a diferencia del ruido), al menos exige una forma, un significado asociado. Pero -como los diálogos imposibles que coparon la escena estos últimos meses de tanto “debate”-, también la comunicación puede disfrazar un monólogo sin fin, débiles rodeos de una palabra individualista. Prontos a cambiar de calendario, quizás, éste pueda ser un buen momento para el repliegue, la reflexión sincera, aunque, ¿es posible encontrar el silencio más puro sin que la ironía salpique?
Sobreviene así la paradoja: a veces ni la armonía y el silencio son signos de paz y equidad. Tal dilema parece ser la clave de El silenciero (1964). Ubicada entre las novelas más importantes de la literatura hispanoamericana, conforma junto a Zama (obra ya reseñada aquí) y Los suicidas, una suerte de trilogía donde Di Benedetto (1922-1986) nos enfrenta a personajes que se debaten débilmente “como un insecto todavía vivo en una lámina de naturalista, por la punta hiriente de alguna obsesión, la esperanza irrazonable, el suicidio, los ruidos ‘que alteran el ser” (según el prólogo de Saer).
El protagonista de esta singular historia, quien asume el papel de silenciero, es un hombre de clase media-baja, cuya hipersensibilidad al ruido lo instala en un laberinto sin fin; asumiendo un rumbo signado por la evasión, que tan sólo le otorga victorias temporarias, de escaso alcance: primero, huye de los ruidos de la propia casa, luego de la proximidad de un taller mecánico; y ya cuando no pueda dejar de escapar, encontrará el asedio de salones de baile, mercados, radios... figuras sonoras que parecen armar el escenario de la modernidad. Desprenderse, así, de ese tormento, será la lucha del sujeto que necesita intervenir en su propia existencia, desmontar los hilos de esa enajenación que provoca la corriente de la razón tecnocrática y sus afluentes, como la deshumanización y la palabra en tanto mercancía. De ahí, el atrevimiento de ser un hacedor del silencio: "Estar en el ruido. Es la consigna. Han elegido y no por antojo pasa a ser el ruido signo o símbolo de lo actual, lo novedoso, lo que pesa y acredita, y la ruptura. El mundo será del ruido o no será. El silencio es de los muertos. Sí...”
Sin embargo, el protagonista más que “hacedor”, parece convertirse en un evitador: “He perpetrado mi fuga”, advierte en medio de ese sinfín de mudanzas que lleva adelante para liberarse del ruido. Con un humor parco y una prosa poblada de omisiones, Di Benedetto logra economizar personajes, diálogos, ambientes, y de esa forma, hacer que lo fantástico irrumpa lentamente más en la mente de los propios personajes que en el acontecer mismo de una intriga. La poesía sin pompa retórica ni tono enfático que vitaliza su narrativa proviene de una labor paciente que exige iluminar constantemente los silencios del idioma doméstico: “Mate con flores de tilo, me alcanzaba Nina, al terminar la cena, y eso me sedaba. Algunas noches procuraba borronear en mis oídos sus reportajes policiales (…) Un ademán la contenía:
-       No me des pensamientos. Los pensamientos me impiden dormir.
(…) En realidad, ya no era mucho más lo que intentaría decirme. Se recogía en el canto, su canto bajito. Le cantaba al niño, que en ella crecía. Excepto esas cosas esforzadas, nuestra vida era como la de los demás”.
La obsesión del protagonista llega a las orillas de la demencia, y nos lleva a preguntarnos si en el fondo de esa rebeldía no hay más que un desesperado intento de adaptarse aun al precio de la propia anulación. La rebeldía a veces admite, desafortunadamente, su propia parodia. Así y todo, un chispazo tenue hacia el final nos alcanza con fuerza transformadora: “Mártir de la pretensión de vivir mi vida y no la vida ajena, la vida impuesta, clama justificación dentro de mí”.


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