Por Sebastián Muape / sebasmuape@gmail.com
Amor
nocivo, amor no sigo. Amor extranjerizante, enajenante, mutante. No genuino,
enfermizo cobertor de intensas pasiones, de personas, de almas. Amor
confundido, sectario, gregario, sicario. Amor migratorio. Asesino de deseos, de
momentos, de tardes, noches y años. Supresor represor de personas, historias y disfrutes.
Amor matafuegos, gélido. Amor que no se sube a los cachetes, censurador de
gemidos, no humedece los cuerpos, amor que no ablanda los labios, no los pone
carnosos. Amor que no calienta.
Un
bloque glaciar enorme que navega en una única dirección, la propia; y que
difícilmente vaya alguna vez a conocer otras costas. Un mastodonte de hielo
antiguo, más antiguo que la humanidad aun, en cuyo interior se fosiliza para
siempre el último cachito de gozo, el intento final por ser auténtico, sin
pliegues ni reveses. Vemos irse sin atenuantes, la efímera chance de saltar al
vacío, desde la falda; donde le conferimos a esa misma falda, la cualidad de
continente. Damos risa. Amor neutralizador de latidos, sístole y diástole al
unísono, con deuda de decibeles.
Amor
entrópico, mórbido, hipnótico, narcótico, despótico, misantrópico, ilógico,
tóxico, sórdido. Amor óxido. Un amor que nos toma, nos invade, nos nubla, nos
envuelve, nos maniata y sobre todo nos amordaza, eso; con tenazas nos amordaza.
Un amor que nos acustiza el pecho y entonces otra vez, latidos sordos, ínfimos,
pusilánimes, golpecitos menores que jamás harán saltar la agujita. ¡Me parece
que no tiene pulso!, gritará aterrado el transeúnte, con la oreja apoyada en
nuestros pectorales. Cardiólogos desempleados por montones.
Eso
no es amor, eso es terror. Terror en la esquina azul, un oponente débil e
inteligentemente sometido y en la otra esquina, un hambre voraz capaz de
engullir cuanta dignidad humana camine cerca; con tal de calmar esa catarata de
inseguridades, que tanto duelen y tan mal huelen.
Ser
o dejar de ser, dejar de ser; perder, ceder, temer, corroer, esconder. ¿Por
qué: “amar, temer y partir”? ¿Por qué no: “callar, beber y vivir”? ¿Salar,
coser y hervir? ¿Cantar, leer y dormir? Amor solista, amor sofista.
Amor
inconcluso, recluso, amor rehúso, amor uso. Por un lado, la preocupación y el
único deseo, como norte en la vida, de responder la cuestión del hueco usurpado
en pecho ajeno. El desvelo eterno y el altísimo precio de posponerse,
retrotraerse, replegarse, reagruparse; de intentar redimirse, aunque no haya
penitencia alguna, por el otro. Un triste abandono autoinfligido, qué ganas de
llorar.
¡El
sucio deseo ha sido decapitado en la plaza principal!, clama el pregón y
anuncia con nuevos bríos: ¡Las ganas serán ahorcadas al alba, en la plaza de al
lado! Penas asumidas como escarmiento público, para el réprobo que mínimamente ose
intentar ser, sólo eso; ser.
Ese
es el amor inmundo, taciturno, moribundo, infecundo, nauseabundo. El amor que
cohíbe, inhibe y prohíbe. El amor que no vive, no sirve, no es libre. Respirar
y dejar respirar. Amor que no respira no inspira, no transpira ni suspira. Se
congela triste y opresivo. Daña con saña.
Amor
que posee o navega en una única pulsión, la de anular herméticamente al otro.
Cancerbero, es privador ilegítimo de la única libertad de la especie, es un
residuo onanista, es un canto al desamor, es besar al espejo. Eso, justamente
eso; eso no es amor.
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