Por Carina Sicardi / Psicóloga
Elisa
llegó a consulta un día como tantos otros. Estaba sentada con los pies
cruzados, mordiéndose las uñas, mirando al suelo… o a la nada.
Corrían
otros tiempos y lugares. De edad indefinida, era tan sólo una mujer adulta
asustada y sufriente. Vivía con su marido José, y sus hijas solteras y
estudiantes universitarias llamadas Laura y Eugenia. Este era su mundo… al
menos al comienzo del relato de su historia.
Ellos
conformaron un grupo compacto, un bloque. Se amaban y se defendían de posibles
atacantes de esta paz lograda a base de muchos años de sentirse resistidos y no
queridos por propios y extraños.
¿A
qué se debía esta fortaleza que habían construido en su derredor, propia de
castillos medievales, de fosos y dragones? Hijo de un padre empresario y
exitoso, José comienza la historia de esta familia en el ocaso de tanta gloria.
Quizás esto lo llevó a recorrer lo que creía el camino más corto para ser él,
más allá del padre. Hizo de la noche, las diversiones de dudosa legalidad y las
prostitutas, un estilo de vida. Pero todo tiene un final; cuando sus hijas
comenzaron a crecer, a tener un lugar de niñas en una sociedad pequeña, todo
esto desapareció y la noche dio lugar al día y a la luz…
Quizás
la sociedad, que todo lo juzga y lo ve, hacía rato que había olvidado esta
historia que hoy relato, otros episodios más curiosos llamarían su atención.
Pero los que no podían con el fantasma de ese apellido “manchado”, eran ellos.
Todo avance estaba teñido por la espesa negrura que parecía cubrir a los
Álvarez; cada nuevo emprendimiento de las hijas, amores y trabajos, amistades y
nuevas posibilidades que quedaban truncas, era traducida en la misma frase: es
que somos los Álvarez…
Pero
Elisa era parte de otra familia, su peculiar familia de origen. Tenía dos
hermanas. Desde pequeña había sufrido problemas respiratorios que llevó a sus
padres a recorrer no pocos consultorios sin respuesta diagnóstica alguna. La
más pequeña de las tres, necesitaba ser querida y mirada, porque por fuera de
esas paredes se sentía enferma y rechazada, el patito feo…
El
tiempo pasó y ese discurso fue reforzado por José, quien se aferraba a la idea
de que sólo él la y las quería bien; descartando incluso a sus padres, quienes
tuvieron que hacerse cargo de criar a una de sus nietas, hija de su hermana
mayor.
Esos
padres llegaron al final de sus vidas con distancias y silencios,
acercamientos, desencuentros y gritos, incomunicados y manipulados por el
discurso de la protegida pero psíquicamente enferma nieta biológica e hija de
crianza.
No
había demasiado material que repartir. Sólo la casa que albergó tanta historia.
Pero cuando Elisa comienza a averiguar, descubrió con estupor y dolor, que ella
no existía como heredera universal y que la propiedad había sido vendida por
sus hermanas a un precio irrisorio a su sobrina, la misma que había usurpado su
lugar en la mirada y el corazón de esos padres, que hoy estaban… muertos.
Ya
no existían aquellas personas a quienes preguntarles o recriminarles semejante
manera de desheredar: ilegal e insultante, degradante y que la dejaba sin
nombre ni arraigo.
El
asunto terminó en un juicio que nunca podrá pagar el dolor de tanta herida y la
aparición del cáncer que la llevó a pelear por su vida, por la posibilidad de
empezar de nuevo, esta vez con un nombre propio sin apellido. Elisa, ni Álvarez
ni Gómez, bella y simplemente ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario