Aldo
camina por el microcentro, con la sapiencia mundana de quien conoce al detalle
cada esquina, cada puesto de diarios, cada puterío y cada librería. Recuerda
los menús de cada día, de varios bares. Va muy bien vestido. Haberse jubilado como
subdirector antes de los sesenta, le dio la posibilidad de vivir casi en espejo
con un egresado secundario, además de una billetera macanuda.
Es
un mediodía de diciembre y los rayos caen como estacas sobre las molleras de
los valientes que se le animan a un cielo con huelga de nubes. El olor a
frituras y carne asada con cebollas y las bocanadas de lava que salen de las
ventilaciones de los subtes, matizan con un popurrí tanto o más rancio que el
olor a meo nocturno, tan encariñado con las persianas y las ochavas.
Aldo
detesta llevar ropa en la mano, ya perdió no menos de cinco camperas e igual
número de paraguas, en dos años. Está abrigado como si fuera agosto. De pronto
se le empapan las manos de sudor, más aún cuando se las pasa por la frente y la
cabeza cubierta de canas. Piensa en comprar un agua mineral helada, mira la
hora y entiende que no tiene tiempo. Hay deuda de aire en su cuerpo, respira profundo,
pero los matices antes descriptos y el escape de un colectivo que le pasa
cerca, le provocan un sinfín de arcadas. Se le llena la boca de saliva, se
marea, el estómago se le endurece como si fuera una Pintier, tantea los
anteojos colgados del cuello y con la otra mano se agarra de una persiana. No
ve, no oye, nada para vomitar. Antes de que caiga cuan largo es, Sofía lo
sostiene con brazos firmes y le habla. Aldo no responde, respira a estertores con
la boca muy abierta y abre enormes los ojos, se supone que para advertir si
está en esta Tierra o ya partió. Sofía se desespera y le grita al empleado del
kiosco para que llame a la ambulancia o al policía que está parado indiferente
en la otra esquina de la peatonal. La baba de Aldo, ya sentado, le recorre la
mano y parte del brazo a Sofía, que levantándole el mentón, lo apantalla con el
libro que llevaba al descanso. El kiosquero avisa que la ambulancia está a diez
cuadras sin piquetes. El agente, caminando lento para no correr la misma suerte
que Aldo, le pregunta a Sofía si lo conoce; no. Aldo está sentado en el escalón
de entrada de la galería, donde se ubica la casa de apuestas hípicas
electrónicas. A su lado Sofía nerviosa, le habla sin parar, él empieza a
escucharla y además se da cuenta de los ojos verdes intensos que tiene la mujer
y del dulce tono de su voz. Cuando el corazón y el oxígeno se ordenan, el
hombre mete la mano en el bolsillo interno de su campera y tantea la billetera,
se tranquiliza. Ya se escucha la sirena. Sofía se calma, el agente le hace
señas al médico; pero antes de que lleguen hasta Aldo, este tiene un segundo
vahído y cae sobre su costado derecho, con bastante estrépito. Sofía se exalta,
pero el médico la calma, ella se para. Lo enderezan, esta vez Aldo vuelve más
rápido, aunque sin contestar ni una de las preguntas que le hacen. Vuelve a
meter la mano en el bolsillo interno. Sofía se aleja unos metros, el doctor ya
le tomó la presión al hombre. Sobre la vereda, la mujer de bellos ojos verdes y
el médico, charlan unos segundos. Aldo se para, toma agua helada y respira.
Encara la entrada de la galería con decisión. ¡Señor, señor! Grita el médico en
el pasillo. ¡Señor!, se suma Sofía. Nada. El tipo va subiendo la escalera, a
tranco lento, eso sí. Se va repitiendo en voz bajita: “en la sexta el 15 A, Second reality”. Aldo está más vivo que
nunca, aunque unos minutos antes, le escupió el piso a dios.
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