Por Sebastián Muape / sebasmuape@gmail.com
Primero
fue una especie de luz blanca, tenue y mortecina, la que acompañó la expresión
repentina de Maxi, pero segundos después su piel trocó lívida al tiempo que un
calor amigo invadía todo su cuerpo. Podría decirse que la sorpresa jugó su rol
preponderante, pero desgranando situaciones veríamos que de fortuito nada tuvo
este entuerto. Como de sorpresivo poco tiene la vida, salvo que uno elija teñir
de propiedades quiméricas, todo aquello para lo que su conciencia no fue
avisada. A menos que se decida sacarle el cuerpo a la situación y explicarla
escabulléndose de uno mismo, en complicidad con la huidiza cobardía de quien
pone exclusivamente en manos ajenas, su propio trajinar y el sentido que le va
dando a sus pasos.
Pero
volvamos a la tarde en la que Maxi no dejó resquicio para que la duda meta su
espalda, porque simplemente esta charla con Lucas no se parece a ninguna otra.
Mucho menos a las de las épocas de contemporáneos guardapolvos, bombitas de
agua, potrero, primeros cigarrillos en la esquina, acompañados también por las
primeras cervezas; y los jóvenes pedos que supieron agarrarse, como para saber
qué era.
El
tema es que ahora llevan casi tres años sin hablarse, más allá de haberse
saludado por obligación en algún patio familiar, articulando dos o tres
palabras protocolares, como para que los viejos y las chusmas en cuestión no
pregunten. Maxi todavía no tiene hijos con Brenda, por cuanto ni siquiera hay
chicos inquietos preguntando por qué su tío no viene a casa cuando está papá y
otras incomodidades. Y fue ella justamente, la vocera herida que tuvo que
bajarle la persiana en la cara a Lucas prohibiéndole, en nombre de su marido,
la entrada, una vez que el pibe se animó a contarle que juega para los gays. Vaya
enredo, arcaico y al pedo. Vaya careta de caucho la que se pone Maxi y esa
reacción que no entiende ni él, pero que aún así, tuvo el lujo de esbozar.
Es
que en la tarde de hoy, en la charla de hoy, en la intimidad de hoy, van a
intentar limar rispideces y hasta Maxi, macho si los hay, va a permitirse
cuestionar, pisando cuanta banquina ande cerca. Claro, es que él mismo llamó a
su cuñado para “ver si nos dejamos de romper
las pelotas y aclaramos todo como corresponde, que antes que familia fuimos
amigos y no hay quilombo que un par de birras y las cosas dichas en la cara no
puedan arreglar”. Tomá.
Lucas,
que pisa este jardín con la firmeza de un roble, maniata al otro con un
discurso tan profundo como inesperado, tan descarnado como valiente, tan
sincero como envolvente. Palabras manta. Toca con sus oraciones y sus tonos,
fibras vitales del macho que tiene enfrente. Le trae en recuerdos sensaciones
que ahora se resignifican cambiando de cariz y, aunque no hace falta,
reinterpreta miles de vivencias suyas y sólo suyas, que con sólo mencionar, los
llena de gozo y diversión.
Y
es un estadío nuevo este, muy muy nuevo. La puerta para entrar fueron las anécdotas
de la cantidad de veces que, intencionalmente solos en el
vestuario del club, se la medían muerta y parada rozando pieles, para comparar
los progresos que les regalaba la pubertad. Así que la misma tarde de la luz
mortecina, devenida en roja excitación cuando la mano de uno, no importa cual, recorrió
la entrepierna del otro, tampoco importa cual, encontrando en carne todas las
respuestas juntas y ansiadas, terminó en un telo con los dos tirados latiendo
boca arriba, fumando en silencio. Enrocados por mucho tiempo en este tablero de
la vida, singular aunque con poca sorpresa, cuya reina van a proteger en
juramentos, promesas y lealtades, y donde por supuesto van a blindarse juntos
en nuevos viejos secretos.
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