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DIZZY-FRESEDO

Por Enrique Medina

Fue un gran bochorno el que sufrió Dizzy Gillespie al llegar a Buenos Aires en el 56. Un prestigioso hotel, en el que se habían hecho las reservas del caso, presumiendo desarreglos no calculados, le negó el ingreso aduciendo falta de cuartos para toda la orquesta. Consiguieron buena onda en el Hotel Continental de Diagonal Norte. Actuó en el Teatro Casino y el éxito del rey del “be-bop” fue impresionante; tan impresionante como ver sus cachetes inflados igual que enormes zapallos cuando soplaba la trompeta, torcida hacia arriba para que la audiencia escuchara mejor y los músicos no ensordecieran. Logramos colarnos ayudando a entrar los instrumentos. Éramos tres rayados desvergonzados, creídos de que el tarzanesco inglés que chamuyábamos era más que suficiente para hacernos entender. Corito, que estudiaba el clarinete, lo sacó del estuche que había fabricado haciéndole un corte al forro del piloto, lo desenvolvió de la franela con la que lo protegía y lo mostró, como quien muestra el pasaporte exacto para matricularse al cielo tan deseado. Juanca, para que no nos sacaran a patadas, explicaba como podía que Corito era un genio. El éxito de esa temporada se llamó “Dudlin”, y casi como que era el símbolo de la orquesta. Una noche Dizzy paró frente a la Boite “Rendez-vouz” y entró. Corito, de colado. Me contó que el dueño del local era el maestro Osvaldo Fresedo y en ese momento estaba dirigiendo la orquesta. Dizzy se enamoró del tango “Vida mía” y levantó su trompeta apuntando al cielo para traducir la melodía. Él y Fresedo de inmediato se hicieron amigos, y quedaron en grabar juntos. Fresedo, justamente estaba creando su propio sello, por supuesto llamado “Rendez-vous”, así que decidieron aprovecharla. Dizzy quiso que el hecho fuera un acontecimiento bien promocionado y no que pasara sin pena ni gloria. Alguien se acordó de Gardel y Canaro vestidos de gaucho e hicieron lo mismo con Dizzy. Pero con el agregado de un caballo criollo que lo paseó por el centro de la ciudad. Artísticamente fue un acontecimiento memorable para la música argentina y mundial. Aquí, el disco salió a la venta con nada de difusión debido a que se desligaba de los intermediarios habituales en el negocio, y por ello, casi ni tuvo repercusión; ni fue pasado en los programas de jazz que había en algunas radios; mucho menos en las audiciones de tango que simplemente ignoraron el hecho. Nunca se supo si Dizzy lo editó en su país. No lo compré. Mi sueldito de cadete en la librería Mackern no me permitía semejante lujo. Lo compraría más adelante, pensé. Pero nunca más, claro. Porque las cosas se amontonan sin que uno se dé cuenta, y de pronto sólo quedan los recuerdos. Fue un momento cumbre para las posibilidades de universalizar el tango que en ese momento empezaba a decaer. Al año siguiente vino Louis Armstrong y en el Ópera cantó “Kiss of Fire”, un beso de fuego que no era otra cosa que “Adiós muchachos”. Se publicitó una foto de Satcho junto a Héctor Varela anunciando que grabarían tangos; esta vez en un sello de mercado. Pero no se dio. Luego hubo otros intentos, hasta que se logró lo del saxofonista Stan Getz y Astor Piazzolla. Pero lo de Fresedo y Dizzy fue sublime e irrepetible. Corito había comprado el disco y nos lo prestaba, pero parece que el Juanca un día no se lo devolvió y, como ocurre en estas cosas que pasan sin que nadie advierta la edad del tiempo, nunca más se habló de ello. Hoy, por suerte existe la internet. Basta escribir los nombres de estos genios y enseguida viene el disfrute de una música celestial que sólo se logra cuando los ángeles que la interpretan son, y digo ahora, que estoy flojo de sinónimos y debo caer en lo convencional, ejemplares e insustituibles. Pero seguramente hay mucho más que eso, si es que uno siente la penosa necesidad de trazar un acorde, rumboso y significativo, aunque perezoso, llenando esta página,  que, aunque de frágil papel, late, tenue y armoniosa, en este teclado que presiono, musicalmente, para evidenciarme. 


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