A veces las cosas son, como si no hubieran sido


Por Carina Sicardi

“A veces las cosas son -me digo parafraseando a Borges-, como si no hubieran sido”. Así termina un cuento de Jorge Isaías, EL escritor de mi pueblo. Frase profunda si las hay.
Hay momentos en la vida que uno quisiera eternizar, ingenuamente. Detener el tiempo y que nada ni nadie cambie. Un estado de plenitud, éxtasis, grandeza. Un instante en que creemos poder ser dueños de la felicidad, en que todo parece responder a un acorde perfecto.
Una fotografía. Esa imagen detenida en un momento elegido, aquella que nos recuerda lo que un día fuimos. Un punto en la historia al que podemos volver en cuanto queramos encontrarnos con el pasado, cuando sentimos simplemente que las cosas son como si no hubieran sido, cuando están llenas de tiempo.
Pero como sucede con la palabra escrita, los ojos que posan la mirada en una foto, hacen que comience a ser parte de ella también lo que el observador imagina que pudo haber pasado con los protagonistas de una historia que le es ajena.
Desde el comentario nostálgico, resumido en la frase: ¿te acordás?, al comentario mordaz de: ¡qué viejo! o, ¡qué gorda!, hasta los que actualmente encontramos debajo de las publicadas por Internet, no son sino actitudes que demuestran que necesitamos pertenecer. Porque pertenecer implica indudablemente que “somos”. Aunque sea un pequeño papel secundario nos ha tocado en la película que otros protagonizan o dirigen; pero si logramos ser extras, quizás aparezca nuestro nombre (rápido y pequeño), al final del film.
Eso es lo importante, poder tener un nombre que nos identifique, un nombre y un apellido que dicen por sí mismos que somos parte de una historia ya iniciada, que somos descendientes de aquellos que nos preceden en el famoso árbol genealógico, en el árbol de la vida.
El nombre de cada uno de nosotros lleva escondida una anécdota que puede ser contada por aquella o aquellas personas que nos pensaron, que nos desearon, que nos identificaron. Nombrar a alguien es darle un lugar en el mundo, es inscribirlo en la historia. Y, ¡qué bueno es tener referentes a los cuales preguntarles sobre esos comienzos! Porque implica que fueron los que nos acompañaron, nos miraron, nos precedieron, y aún hoy caminan a nuestro lado.
En una charla de amigas de la infancia, surgió un tema, que fue casi un secreto compartido sin saberlo: todas habíamos fantaseado alguna vez, después de haber recibido alguna reprimenda materna (en realidad había escrito maternal, quizás porque creo que también los “retos” oportunos formaron parte del cariño con el que nos educaron), con ser hijos adoptivos. Este hecho hizo que buscáramos pruebas, evidencias de la existencia de una panza que coincidiera con la fecha casi escondida a veces, de las fotos del álbum familiar. O, en su carencia, el discurso del mayor de la casa al que creíamos más verosímil. No era otra cosa más que espantar el miedo a no pertenecer.
En ese mismo camino buscamos parecidos físicos, un rasgo distintivo, un sello, una marca (aunque a veces no nos favorezca), que nos haga sentir parte.
El encuentro con lo que somos es la identidad.
El miedo a desaparecer nos despierta el desafío de estar vivos.
Hace pocos días recibo un mensaje que decía: tengo miedo de ser tan feliz. No, en realidad es el miedo a dejar de serlo. Por eso la necesidad de eternizar fotográficamente esos momentos que ya no volverán. Serán otros, mejores quizás, pero no éstos.
Qué bueno sería poder permitirnos el diálogo con las personas que son importantes para cada uno de nosotros; saber de su historia que es también la nuestra. Después, no hay tiempo.
  

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