Por Ana Guerberof *
El camino
A principios de septiembre, cargo el auto con las vituallas de supervivencia necesarias amén de un par de sagaces felinos y arrastro mis huesos confusos y fatigados por las vicisitudes de la vida urbana hasta Villaró de la Llena, muy cerca de Solsona. Sería aconsejable que todos nos alejáramos de todo y, en especial, de todos al menos una vez al año. El reencuentro con aquel del que parecemos huir es, a pesar de los pesares, un redescubrimiento placentero. Pero volvamos al Solsonés. Esta comarca pre pirenaica catalana despliega una impactante orografía cubierta con una paleta de tonalidades de ocres y verdes pardos, y en ella convergen diversos caminos trazados en la montaña como si se tratara del intricado sistema nervioso de la región: por un lado el camino de la trashumancia por donde se desplazaba el ganado, por otro, el dels bon homes que seguían los cátaros en su huída de la Cruzada y la Inquisición y, por último, el de los contrabandistas recorrido por aquéllos que pasaban (y aún pasan) mercancía del principado de Andorra a Cataluña.
Por las tardes suelo adentrarme por los diversos senderos dibujados en las montañas para despojarme de todo pensamiento y, al mismo tiempo, pensar con claridad. Y justamente, en este fin de verano, me dio por reflexionar sobre el abanico de caminos que se me presentaba. Existían caminos sencillos y despejados que, aunque predecibles, producían cierta satisfacción (algunas personas sólo quieren transitar por ellos); existían otros sinuosos que en cada curva escondían una sorpresa que amenizaban la marcha; otras veces, se me presentaban dos o tres caminos que me obligaban a meditar mi elección sin sospechar que era irrelevante porque todos acababan convergiendo en uno solo; otros caminos comenzaban con una cuesta pronunciada que dudaba de querer acometer, para luego verme compensada con una bajada de igual magnitud, se extrañaba un trayecto menos estimulante pero más seguro, ¿para qué tanto esfuerzo inicial?; existían algunos con obstáculos pequeños y fáciles de sortear que hasta entretenían y otros con obstáculos enormes que casi bloqueaban el paso y ante los que ponderaba qué era mejor: rodearlo, saltarlo o volver sobre mis pasos; también había otros que acababan siendo circulares y al verme en el mismo punto de partida no podía evitar cuestionarme si había aprendido algo de estas montañas; en otras ocasiones, en cambio, no había camino, me adentraba en tierra inhóspita donde disfrutaba de una emocionante y completa libertad pero donde, por momentos, extrañaba el camino ya trazado. A veces un camino contenía todas estas variantes. Y cuando llegaba al destino me preguntaba si había realizado la elección correcta, si no me había perdido acaso el mejor de todos los caminos.
Hacia el final de mi viaje, vi un proverbio vasco en la vitrina de un negocio que decía, Non gogoa, han zangoa (Donde van tus pensamientos, van tus pasos). Bonito, pensé. Y acabé concluyendo que era difícil saber por qué elegías algunos caminos, qué suma de variables te empujaba hacia algunos y no hacia otros, en qué parte decidías con conciencia y en qué otras elegías al azar pero que el proverbio intentaba redimirnos de tanta variabilidad, enaltecer nuestra voluntad por sobre la aleatoriedad de algunas elecciones. Era, coincidirán conmigo, un intento al menos loable de darnos responsabilidad. Pero, al final, y perdonen por el infinito bucle mental ¿realmente importaba qué camino hubiese escogido? No digo haberme lanzado por cualquiera corriendo el peligro de despeñarme, pero dentro de lo poco que sabía de aquellas montañas ¿importaba cuál eligiera? ¿No era mejor estar ahí caminando y resolviendo? Y puestos a elegir ¿no era mejor que fuese variado? Sí, claro, donde me llevaran mis pensamientos o quizás tan solo un golpe de viento…
El retorno a la ciudad transcurrió sin incidencias, sólo interrumpido por los maullidos a dúo de mis camaradas: camino despejado y de peaje. Todo tiene un precio, según dicen.
* Argentina residente en España.
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