Por Carina Sicardi
“Ahí me di cuenta que al universo no le importa qué nos pasa. Mañana saldrá el sol y se pondrá como siempre”. Estas palabras, que, enfrentadas por primera vez, parecen cargadas de negativismo, son sin embargo de Fernando Parrado, un sobreviviente del tan mentado accidente aéreo de los Andes.
Leerlo me remontó a uno de los momentos vividos en un hospital en el que trabajaba. Yo llegaba como casi todos los viernes, después de sesenta kilómetros de un recorrido que, aunque conocido, me despertaba siempre un interrogante diferente, quizás estrategias inconscientes para distraer a la rutina, o mi inagotable imaginación.
Era verano. El gigante muñeco multicolor de la entrada al pueblo invitaba a los famosos y alegres carnavales congregando a la gente de la zona. Alegría, ilusión, espuma, máscaras, carrozas y música que propician el alejamiento de toda tristeza.
El hospital recién despertaba. Olor a café recién hecho, ventanas abiertas recibiendo el aire mañanero que parece menguar los fantasmas de la noche, tan temida en esos ámbitos hospitalarios que, en la oscuridad, parecen más grandes aún. Cambio de guardias, enfermeras y médicos que, pese al cansancio, comparten un momento de compañerismo además de los informes sobre los pacientes.
Después del saludo cotidiano, me dirijo al consultorio, esperando encontrar a mi paciente (siempre llego unos minutos tarde). Sin embargo, una mujer con la mirada fija en la forma que dibujan los viejos mosaicos, ocupaba el asiento del rincón.
Siempre dudo ante estas situaciones. Preguntar si me esperan a mí a veces me parece un acto de egocentrismo, y no hacerlo parece descortesía. En este caso, ella me ahorra toda decisión. Levanta la mirada y me pregunta:
- ¿Vos sos mamá?
- Sí -le respondo.
- ¿Podés decirme entonces cómo puede ser que sigan con la organización del carnaval si mi hijo murió hace quince días?
La misma pausa que pareció eterna en aquel momento, es la que me acompaña hoy cuando lo escribo; no sabía cómo seguir. De hecho, no recuerdo exactamente cómo siguió el episodio, pero sí lo que pensé: la indiferencia del mundo.
“¿Cómo es posible sobrevivir donde no se sobrevive?”, sigue Parrado. Cuando el dolor nos agobia se asemeja a esa tremenda imagen de nieve y montañas a 360 grados, sin dirección, sin rumbo, sin objetivos ni estrategias.
“El dolor pierde poder enajenante si adquiere significado en un proyecto”, afirma la psicóloga Lidia Fernández. Es allí donde aparece el otro. Ese otro que quizás no sean todos los de un pueblo entendiendo nuestro dolor y compadeciéndose. Ni un país entero con banderas a media asta, ni gente vestida de negro (¿para qué, si es nuestro mundo solitario el que perdió el color?).
Es ese otro que proyecta con nosotros, que nos acompaña con su silencio, que no nos obliga a comer pero sin embargo nos sigue alimentando, que no dice palabras o frases fabricadas, que nos respeta. “Ámenme un poco menos y respétenme un poco más”, decía el escritor, ensayista y pedagogo argentino Jaime Barylko.
Ese otro que no nos apura pero no nos abandona, que abre la ventana, que detiene la mirada, que no pide explicaciones, que no pregunta…
Hasta que llega ese momento en el cual descubrimos que estamos vivos incluso a pesar de nosotros mismos, que todo es parte de esta historia que seguimos escribiendo, de nuestra historia; que un episodio, aunque marque un antes y un después en nuestras existencias, no es la vida entera, que lo que parecen 360 grados de montañas y nieves, por la redondez de la Tierra , no lo es.
Llegar al horizonte es un imposible, pero intentarlo, nos permite cambiar el paisaje y aprender a disfrutar de él.
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