Directo al corazón... roto


10 AÑOS DESPUÉS

Por Ariel Nicassio

Valeria me dejó una certeza, y varias preguntas: ¿vamos en busca de lo perdido? ¿Debemos aceptar que el amor es una arbitrariedad del corazón así como el destino lo es del tiempo? Sus palabras fueron: “él fue el amor de mi vida, el hombre de mi vida todavía no llegó”.
El amor encuentra siempre la manera de abolir el tiempo, a veces como un deseo, otras con lo impredecible, con lo imposible y como aquí, con todas esas máscaras y con lo eterno.
Los protagonistas de esta historia compartían la misma ciudad, sin saberlo. Intercambiaron palabras por primera vez en sus viajes a la otra, la ciudad nueva, la de los libros, la de la Facultad; en el colectivo, en el instituto o esperando quien los acerque “a dedo”, al techo de sus padres.
Tiempo de estudio compartido, reuniones de amigos, una caja de chocolates, una cita que recorrió el monumento, la noche rosarina y la costa del río. Cosas simples que los fueron acercando al laberinto intrincado del secreto a gritos, al trote agitado de lo inminente, a la espera desgarradora y a la inseguridad. Él dijo lo de siempre, ella calló lo que debía, el beso vino del cielo, de los nubarrones que amenazaban con tormenta, quizás fue un relámpago, un sello del silencio. 
El flechazo duró poco, lo que su madre tardó en “espantarlo” cuando volvieron tarde de la casa casa de él, después de vivir esos momentos que ninguna circunstancia tiene la fuerza de impedir. Hubo gritos, palabras desmedidas y otra vez, como si fuese un preludio de todo lo que entre ellos fue y es significativo, otra vez, tiempo, ausencia y silencio, tres semanas de ensueño, sólo eso.
Nueve meses duró la ofensa, “tu vieja está loca, yo no puedo lidiar con gente así”. Los reproches de Valeria a su madre fueron cosa de todos los días; y el llanto, la distancia, la caja de chocolates pareciendo contener el hechizo. Sin embargo todo lo que los unió, seguía en pie; habían podado el árbol y la raíz hizo lo suyo. Fueron dos años intensos, el ir y venir de dos vidas que chocaban como la rima 41 de Bécquer. Hasta que el viento abatió a la torre, y la ola arrancó la roca. Todo volvió a la aparente calma, ella conoció otra voz, él miro otros ojos, “no pudo ser”. Algo se había roto, “ese no sé qué”; ese título absurdo que había creado el lazo, un nexo, una seguridad, no lo fue. Siguieron la danza del beso, el silencio y las sábanas, pero sin amanecer. Ella sabe que nunca ya nunca nadie revolverá la cama como él, y fue ese el latido que marcó el pulso de la vida de aquello que no fue.
El tiempo y la distancia, muchos kilómetros y diez años. Él, padrino de la hija de una amiga de ella. Ella, puños crispados, de mala manera no se detuvo a saludar, pero se procuró su número para pedir disculpas. Él quiso un encuentro, “tomar algo y ponernos al día, saber cómo estas”; ella aceptó con ganas, recordar buenos momentos.
Fue noche de confesiones, la torre decía que pasaba frente a la casa de ella, a cualquier hora; la ola no lo sabía, y sin embargo de alguna manera lo esperaba entre recuerdos mateando en la ventana. Subieron la escalera (la que lleva hasta la cama). Hubo nuevos besos, y otra vez, la ola chocando la torre, la torre chocando la ola como si no hubiera mañana. Y decirse tantas cosas, y saber que ya no se calla, que el mazo está mezclado, que ya se perdió la apuesta. Nadie conoce los pasos del baile de su mirada. Puede que un día abrirá la puerta y vendrá como si nada, alguna fiesta de amigos, una reunión en casa, él con su esposa y sus hijos, la misma mirada, una seña convenida, u otra vez el teléfono.
La despedida fue sencilla; con unas arrugas, se animaron a decirse lo que ya sabían. Ella no lo creía; él “la tenía clara”, “en otros diez años va a pasar lo mismo”.
El deseo, lo impredecible, lo imposible.
En el vacío del mientras tanto, confesar que se han querido, intuir en la distancia, lo palpablemente eterno.


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