La violencia en tiempos de cólera


Por Carina Sicardi

En tiempos en que todo acto humano parece estar justificado; cuando en nombre de aumentar la autoestima, el maltrato es casi una forma de presentación; el replanteo sobre la comunicación aparece de inmediato.
El “yoísmo” surge como neologismo a partir de pensarse con absolutismo y en demasía, el hecho de “primero yo”. Hasta una famosa canción del dúo Pimpinela lo ha eternizado. Y no es que faltemos a la verdad si pensamos en esta opción como una forma para lograr impedir que el otro nos avasalle, nos humille o nos ignore.
Pero como toda teoría que se aplica sin cuestionarla, casi como un dogma, comienza a hacer aguas por doquier -como le gusta decir a mi hijo- si no tenemos en cuenta que convivimos con otros que tienen los mismos derechos que nosotros. Allí comienza el problema. ¿Dónde está el límite entre defenderse y atacar?
Muchas veces me cuestiono sobre el porqué de esas frases, lamentablemente tan comunes, que desde la crítica más cotidiana y no por eso menos violenta, ofenden: “¡qué gorda que estás!”, “¡cómo se te cayó el pelo!”, o “escuché el otro día en mi trabajo que sos odiosa”.
¿Qué aportan estas críticas? ¿A quién? No creo que el señor de la calvicie incipiente pueda remediar algo a partir de quien expone su pesar (inútilmente disimulado a veces). Ni la adolescente que ha incorporado algunos kilos a su cuerpo pueda comenzar una dieta por eso; en el mejor de los casos inventa una disculpa: “estoy hinchada” o “la ropa me engorda”. Ni siquiera aquella otra víctima podrá simular una sonrisa ahora, para demostrar que quizás pueda participar del concurso “Miss Simpatía” (¿existe eso todavía o es una reminiscencia de mi infancia pueblerina?).
Sería importante cuestionarse por el lugar del placer en estos dichos. El sujeto que emite las ofensas, siempre se justifica desde el lugar de la verdad: “yo no miento”. Pero, ¿es necesario sentirse mejor desde el dolor del otro? “Señor, si no me hacés adelgazar, hacé que engorden mis amigas”, dice Maitena a partir de uno de sus personajes femeninos.
Si tan sólo pudiéramos pensar el peso de la palabra en nuestra historia y en quien la recepciona… Si pudiésemos medir el dolor de aquel que nunca podrá olvidar el agravio de una frase dicha “sin pensar” o enmascarada detrás del chiste…
Marca tanto la palabra como la ausencia de ella. ¿Cómo medir la tristeza de aquel que espera? Tantos minutos mirando un teléfono que no suena; tantas horas que se llenan de vacíos, de fantasmas fruto de dejarse llevar por el pensamiento. Tantas “Penélopes” que ignoran la frase dolinesca: siempre estamos a la espera de un tren que ya pasó.
Muchas figuras violentas surgen hoy con nombres técnicos que pueden sonar extraños, pero no el acto que las provoca. El mobbing, palabra que significa acoso laboral, es el término legal utilizado para nombrar al hecho en que el empleador y/o compañeros laborales, no quieren la continuidad de trabajo de algún compañero ni pagar indemnización alguna por ello. Entonces, dedican las horas a buscar estrategias para que decida irse solo. El silencio, la falta de órdenes claras, el ignominio de las ideas que proponga, no asignarle ninguna tarea específica: desaparecerlo.
La figura de bullying aparece lamentablemente en los noticieros. Es la violencia ejercida por compañeros de escuela hacia otro, simplemente porque sí. No lo integran en el grupo, le pegan, lo insultan, le roban, lo ultrajan, generándole tanto miedo e impotencia que no puede ni siquiera poner en palabras tanto dolor.
Palabras que destruyen, incomunican y atacan la subjetividad -precaria a veces-, de quien las recibe.
Silencios que humillan, desesperan, intentando ubicar al otro en lugar de objeto… o de la nada misma.
En nombre del sinsentido se han hecho atrocidades. En nombre de la defensa ante un ataque que nunca existió, también.


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