Editorial


“El arte de vivir consiste en conseguir que hasta los sepultureros lamenten tu muerte”, ha dicho Mark Twain. Quizás porque ha desarrollado notablemente el arte de vivir, es que emparentamos esa cita con el recientemente fallecido locutor y conductor Juan Alberto Badía. Cualquiera que trabaje en un medio sabe por propia experiencia que sólo una vez cada miles se da el caso de un tipo al que todos, por igual, le reconozcan el talento, el profesionalismo y el ser buena gente. Esto último pareciera ser lo menos descollante y sin embargo es un punto sobre el que rara vez acuerdan propios y extraños, colegas y competidores, detractores gratuitos o pagos. Su muerte entristeció a tal punto a sus amigos, que por ejemplo Fernando Bravo no hizo su programa y en el intento de abrirlo vía telefónica, se largó a llorar como un chico. Tinelli, cuyo afecto mutuo es de público conocimiento, levantó Showmatch esa noche a pesar de que estaba grabado.
Y es más, cuando muere un hombre así, también los que no pertenecen a su mundo mediato se sienten afectados y responden con al menos un silencio respetuoso.
Twain tiene razón, vivir del modo que cuando ya no se esté, incluso los que de eso hacen su negocio lo lamenten, es realmente un arte. Si hasta, en esos casos, acordamos con aquel que ve el mundo amarillo mientras nosotros percibimos con nitidez su verde esmeralda. Es que, a riesgo de parecer que utilizamos una frase de libro de autoayuda, es posible afirmar que “el bien hace bien”; tan bien hace que logra tramar un punto de encuentro entre quienes se hallan en puntos cardinales opuestos.
Respecto a los colegas que anunciaron varias veces un deceso que aún no había ocurrido, por el solo hecho de “ser el primero”, conseguir algún punto extra de rating con una muerte ya que sus vidas no alcanzan para procurarse con trabajo decente ese éxito, lo único que esperamos, es no llegar nunca a ser tan estúpidos. Porque ese sí es un modo de hacer del vivir, no un arte sino un desastre.

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