Por
Carina Sicardi / Psicóloga
casicardi@hotmail.com
24
de mayo. Víspera del festejo del cumple de la Patria. O ese día que necesitamos
marcar como punto especial para conmemorar algo. Un punto que marca un antes y
un después en la infinita línea del tiempo. No sé si será que no queda nada más
que la costumbre, o si los discursos de los actos escolares nos llevan a las
mismas palabras perimidas -a veces sepias por el día, otras por pensar sólo en
los paragüitas-, que escuché varias veces la queja sobre la terrible
“ocurrencia” que tuvo el almanaque de marcar como domingo un día que debe ser
feriado.
Pero
“el sol del 25 viene asomando”. En medio de la fresca mañana de la Plaza
Estanislao López de Firmat, en donde se realizó el protocolar acto patriótico,
que más allá de las emociones propias de aquellos a quienes los sones de la
Banda Municipal hace humedecer los ojos, no parecía pretender marcar la
diferencia; decía que allí, comenzó a sonar una voz que lo cambiaría todo.
El
anuncio del candombe no auguraba más que la tradicional nota de color. Sin
embargo, el profesor a cargo del grupo tomó improvisadamente el micrófono y
explicó, para aquellos que quisieron escuchar, que esta fiesta se trataba de la
inclusión, del logro de la igualdad para todos, aún para esos negros que
llegaron a estas tierras como esclavos, y que, sin embargo, protagonizaron
nuestras luchas. Sobreponiéndose al dolor y a la injusticia, nunca renunciaron
a la alegre costumbre de ponerle música, color y movimiento a estas grises y
húmedas tierras sureñas.
De
eso se trata, profesor, de enseñar siempre que se presente la oportunidad, más
allá del aula o de los libros; de mostrar la otra parte de la historia. “Si la historia la escriben los que ganan,
eso quiere decir que hay otra historia, la verdadera historia, quien quiera oír
que oiga...”, dice una canción.
Y
así bailaron nuestros negros, llenando la plaza con sus acordes alegres,
esperanzadores, sin ese alma de tango que nos ha caracterizado con el tiempo,
sin ese aire soberbio de levitas y miriñaques que sólo se permitían
coreografías de puertas adentro y de cuerpos distanciados, de peinados tiesos y
costumbres europeas.
Ellos,
que olvidándose que eran esclavos, amaban a sus amos, guardaban secretos y
hacían la vida más cómoda a aquellos que se creían sus “dueños”, pero que nunca
pudieron adueñarse de su pasión, de ese arte que los volvía a una tierra casi
extraña ya para ellos, de la que habían sido arrancados. Tampoco pudieron
adueñarse de la alegría que se generaba en las reuniones clandestinas en las
que ellos festejaban y homenajeaban sus propios puntos en el almanaque.
Gracias,
profesor, por haber desacartonado un momento que, sin sus palabras, hubiera
sido sólo un baile más.
24
de mayo. Víspera del cumpleaños de mi tío Felipe. La música y los genes nos
unen una vez más. Sus hijas decidieron homenajearlo con lo que más le gusta:
nada de elementos materiales que él solito podía comprarse, no. En medio de la
cena, irrumpen con una tradicional canción de “Los del Suquía”, los integrantes
del grupo ABeCé, y el folklore se hacía sentir una vez más en las reuniones
Sicardi.
Pero
esta vez, faltaba él. Sí, ese señor que seguramente y “por casualidad”, hubiese
corrido a bajar el bombo del auto para acompañar con ritmo. Ese que se hubiese
acercado despacito si no lo llamaban, para empezar a cantar como uno más del
grupo. Ese que hubiera criticado, junto con su hermano, a la mayoría de las
expresiones que no respetaran el folklore tradicional. Ese al que nombramos
toda la noche. Ese que una noche como ésta, víspera del 25, en una peña de
ABeCé, se presentó con su armónica y dijo: “Voy
a tocar una canción que los va a hacer parar a todos”, y tocó el Himno
Nacional.
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