Antología caserita
Por
Julieta Nardone
julietanardone@gmail.com
La literatura no deja ni a los
parientes tranquilos. Si hay algo que cuestiona es todo lo que signifique
“obligación” y, a veces, hasta el lazo sanguíneo puede desembocar en un
mandato, una coartada para no problematizar y sostener una relación
“incondicional”. No obstante, si hay algo que se repite a lo largo de muchos
relatos literarios y que ponen en vilo esta idea “pacífica” de lo afectivo, es precisamente la pregunta sobre la naturaleza del
amor que supone la figura paterna. Textos escritos por hijos y padres,
entonces, será el primer tamiz de la selección. La segunda, lo latinoamericano:
tramas afectivas que necesitan ser vistas en un contexto determinado... Padre-patria,
si lo pensamos un poco, no resultan términos muy lejanos.
Demos el puntapié inicial con un
cuento del argentino Patricio Pron (1975), cuyo título nos adelanta contenido: Una
de las últimas cosas que me dijo mi padre. Luego de varios años, el
protagonista decide regresar a la casa que había abandonado en busca de otra
experiencia, otra historia. Pero las cosas son como son, y el padre -un
ex-soldado que debió pelear durante el nazismo- sigue siendo el hombre duro y rústico
que recordaba, aunque en esa ocasión desliza confesiones incalculables para el
joven, en una atmósfera de tensa naturalidad, en medio de la comida y la TV. Queda
la sensación del desconocimiento mutuo. Erich Fromm les hubiera pronosticado: “Cuanto mayor es el conocimiento inherente a
una cosa, más grande es el amor”. Pero a veces sucede, simplemente, que es
demasiado tarde. Es cierto que –como sugiere este mismo filósofo- los dilemas
de las filiaciones tienen que ver mucho menos con el objeto del amor que con la facultad de amar. Y pensando en eso, viene
a cuento Haroldo Conti (1925-1976) con una historia tan cálida como nostálgica,
Todos
los veranos: “A veces pienso en
mi viejo. O es un barco que parte o esa gente vagabunda que trae el verano o
simplemente una luz en el río”. El narrador busca rescatar del olvido la
imagen volátil, errática del padre; un navegante curioso que se entrega a los
ríos como al tiempo. La naturaleza y el ritmo cíclico de lo primitivo reencarna
en la forma de recordar del propio hijo: “Ahora
a la distancia, todo eso es evidente porque en alguna forma el viejo está en
mí. Padece y busca su deseo, el nombre, que es lo mismo, a través de mí”. En esta misma línea, el gran Borges (1899-1986)
enuncia desde la memoria, pero aquí, lo que se olvida es también parte del
patrimonio, de la herencia. Posesión del ayer: “Sé
que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones,
ahora, son lo que es mío (...) Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado
(...) Sólo el que ha muerto es nuestro, sólo es nuestro lo que perdimos”.
El chileno Bolaño (1953-2003) ha dejado
un cuento tristemente célebre, El Ojo Silva. Es la historia de un homosexual del Chile pinochetista, y
exiliado; razón por la que termina trabajando como fotógrafo en la India. Mezcla
de exotismo prefabricado y miseria real; rara confusión que no logra ser
captada por ninguna instantánea. Se enciende y confunde la furia y la fe en
tierras colonizadas, y ello toma forma en la voluntad del protagonista que huye
con dos niños que se prostituían en un burdel, con el deseo de prodigarles un
padre, una madre: la protección. Asimismo, Quiroga (1878-1937) en El
hijo nos entrega una trama profundamente trágica, y visual. Aquello que
no quiere o no puede ver el mismo padre, lo vislumbramos mucho antes los
lectores. La ironía de educar en la precaución del peligro.
Apelamos, como cierre arbitrario, al acervo
popular con la certeza de que no existen manuales para este complejo y hermoso
oficio: “El ser padre es una profesión al
revés; primero recibes el título y después haces la carrera...”
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