Por Ana Guerberof
Desde España
Este
mes les traigo una historia nada más y nada menos que de la China. Hace un par
de años que trabajo para una empresa del país asiático y creo conocer ciertas
peculiaridades que, a veces, me inquietan. Una de ellas es la relación
jerárquica que se establece entre todos los trabajadores. El poder, es decir el
cargo dentro de la empresa, ejerce una gran influencia en la reputación y las
relaciones personales. Incluso aquellas personas con cargos directivos se
consideran también más atractivas físicamente y, de alguna forma, se las
venera. Si ese poder lo ostenta el gobierno y desde allí lanza consignas sobre
cómo debe comportarse la población, el resultado puede ser una noticia como la
aparecida en el diario británico The Telegraph el 3 de febrero
pasado.
El
joven Wang, de 19 años, vive en la ciudad de Nantong, situada a orillas del
Yangtzee. La proximidad al río le brinda un clima benigno durante todo el año.
Aunque tiene más de siete millones de habitantes, la vida allí es apacible y
próspera. Wang está cursando Ciencias de la Información en la Universidad de Nantong donde se le vaticina
un futuro brillante. Wang es aplicado pero los profesores ignoran que es un
adicto a internet. Siempre que puede se sienta frente al ordenador y juega solo
o con otros adictos como él. Ha engordado diez kilos en el último año. Su madre
está preocupada porque ya no sale con Jie, su mejor amigo y, además, se
relaciona cada vez menos con ella. Desde que murió el padre de Wang, han estado
muy unidos. Antes, todos los domingos, iban a pasear por el río Hao o por los
jardines Shuihuiyuang pero ahora él prefiere encerrarse en su habitación y
elegir un juego de Zhengtu. Sólo
sale para entrar furtivamente en la cocina, llevarse lo que su madre haya
preparado y comerlo sentado frente a la pantalla.
La
noche del 28 de enero, sin embargo, todo cambia. Su madre va a su habitación a
darle las buenas noches pero no hay nadie. En su lugar, sobre la cama hay una
nota que dice: “Mamá, tengo que ir al hospital por un tiempo. No te preocupes.
Seguro que estaré de vuelta esta noche”. ¿Al hospital? Si lo ha visto aquella
tarde y no parecía sufrir ninguna enfermedad. Y no sólo eso, sino que, además,
le pareció más alegre que de costumbre. Duda entre llamar a todos los
hospitales de la zona preguntando por su hijo o esperarlo hasta que llegue.
Presa del pánico, corre a casa de su vecina.
El
joven Wang sale de su casa a eso de las siete de la tarde cuando la ciudad ya
está oscura. Antes de marchar, entra en la cocina, pero esta vez no para buscar
comida sino para llevarse un cuchillo grande con el que su madre trocea el
pollo. Camina un largo rato hacia el parque Wenfeng y, una vez allí, se sienta
en un banco algo nervioso. Pero la decisión está tomada. Sabe que es un adicto
y, por tanto, una vergüenza para su familia y su patria. Esta adicción debe
arrancarse de raíz como dicen los líderes del país. Su madre nunca podría
costearla los seis meses necesarios para curarse en un campamento militar.
Entonces, se arma de valor, saca el cuchillo que trae en la mochila, coloca la
mano derecha sobre el banco y con la otra levanta el cuchillo y le asesta un
golpe que la corta de cuajo. Ve la mano que mueve los dedos sobre el césped
justo debajo del banco manchado de sangre. Está algo aturdido pero no siente
dolor, entonces marca con la izquierda en el celular, que ha dejado sobre el
banco, el número del hospital y pide un taxi que lo lleve a las urgencias del
hospital más próximo.
Los
médicos consiguieron volver a pegarle la mano a Wang aunque dicen que ya no volverá
a utilizarla con normalidad. ¿Se habrá curado de su adicción? ¿Tendrá un futuro
laboral brillante sin el uso de las dos manos? Su madre acosada por la prensa
no sabe cómo explicar lo que llevó a su hijo a mutilarse y sólo puede repetir: “No
entiendo. Es un chico tan inteligente”.
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