Un pícaro en el mercado



“7 CAJAS”
Por Lorena Bellesi
bellesi_lorena@hotmail.com

Hay un rasgo determinante que distingue a todos aquellos que han logrado sobrevivir a los infortunios de un escenario ruinoso o adverso, la capacidad de ser astuto, de poseer una inteligencia pragmática, espontáneamente ocurrente, fundamental para sortear los imprevistos o un gran cúmulo de sorpresivas contrariedades no deseadas. La película paraguaya “7 cajas” tiene como protagonista destacado al joven Víctor (Celso Franco), un adolescente de unos diecisiete años, sagaz, ingenioso, a quien también la suerte, como parte de su sino, lo acompañará en sus temerarias correrías. Filmada íntegramente en el Mercado 4 de Asunción (Paraguay) y sus alrededores, la cinta nos instala en el universo cerrado de un espacio peculiar, colorido, laberíntico, estropeado, en donde los puestos más dispares –verdulerías, santerías, bares, entre otros-, funcionan a la par sin pared de por medio, únicamente separados por alguna endeble estantería o por vetustas lonas. Nada de lo que está puesto allí parece planificado, es una mezcla azarosa aunque no caótica, un lugar de consumo opuesto al otro gran símbolo capitalista de la ciudad, el shopping. En ese microcosmos extravagante para el foráneo, Víctor es un nativo, su función es la de ser carretillero, o sea, cuenta con un carro de madera con el que ayuda a las personas a transportar la mercadería adquirida a cambio de unos pocos guaraníes. Sin muchas explicaciones una tarde calurosa de abril se requiere de su presencia en la carnicería de Don Darío, allí se le encomendará una “misión” enigmática en su presentación. Se le pide que transporte siete cajas, cuyo contenido desconoce –desconocemos-, lejos del negocio y de la policía; en compensación le darán cien dólares, dinero suficiente para comprar el celular con cámara que tanto anhela. La historia transcurre en el año 2005, los dispositivos móviles de este tipo, y en ese lugar, eran una verdadera rareza, un bien carísimo. Hay en Víctor un costado soñador que lo lleva inmediatamente a aceptar esa extraña propuesta, él tiene la fantasía de aparecer en pantalla, quizá como una forma de legitimar su infortunada existencia. Por lo tanto, de manera muy decidida embala por los estrechos pasillos del mercado junto con su amiga incondicional, Liz (Lali González), tratando de no ser interceptado por nadie. Una serie de malentendidos lo transforman en un atractivo botín, lo que equivale a decir que por diez horas debe evitar ser atrapado. En Hollywood las persecuciones  muestran autos fabulosos, aquí todo es tracción sangre, los roces se dan entre míseros carros y a empujones.
Con un presupuesto muy bajo los directores Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, crearon una película intensa, vertiginosa, sincera; la cámara acompaña con desplazamientos veloces por todo el área cinematográfica. La trama se consagra enteramente a no convertirnos en apáticos espectadores al pergeñar un relato entretenido desde el principio. Las abundantes situaciones grotescas no son forzadas, forman parte del disparatado escenario. Nada es estrepitoso, pero sí hilarante; los hampones son inexpertos, no hay móvil para trasladar un muerto, entonces en la caja de la camioneta policial van a coincidir los demorados –un travesti, un carnicero, un coreano, una joven cocinera- y el cadáver. Hablada casi en su totalidad en guaraní, esta genial creación no merece pasar desapercibida.

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