Por
Alejandra Tenaglia
Apretaditos en brazos
de campera inflable. Gris, el alba asomaba. Perfume con destellos de limón. Si
usted tira despacito de la cuerda, el recuerdo se deja remontar. El chasquido
de los abrigos al rozarse, los primeros trinos apurando la mañana, las palabras
chiquitas y temerosas de errar, el corazón como golpes contra un chapón, alguna
persiana enrollándose, un obrero apurado en su bicicleta rumbo al turno de las
6 y un perro que lo sigue apenas por detrás. Casi que ya no quedan chances. La
hora impuesta por los padres, para el regreso a casa, ultra vencida. El merodeo
con el que está llegando el día, vulnerando la intimidad que brindaba la
oscuridad y el sueño de los demás. Pero el muchacho, ha decidido que de hoy no pasará.
Concretará lo tantas veces fantaseado. Apelará al valor que ha esgrimido ya, en
otros casos, y que en el presente se le ausenta sin saber bien por qué. Por su
parte, ella, aunque él no lo sabe (¡cuánto más fácil sería el trajinar de
ambos, si conocieran las certezas del otro!), ha renunciado a su vicio favorito
de distanciarse pensando. Simultaneidad absoluta con la vivencia que discurre. El
instinto guía. El pestañeo almibarado robustece la credulidad. La distancia
cede. Una niebla cómplice sacramentando el encuentro. Y entonces, sucede… Pero,
¿dónde comienza el primer beso?, ¿en el entramado complejo de la inmediatez que
lo rodea o en el fino y pausado acaecer del tiempo que lo trae a la rastra sin
piedad y sin dudar? ¿Se sabe desde el inicial encontronazo que dos tienen por
el planeta, aunque no se ejerza; o brota de pronto su urgencia cuando un día
cualquiera lo que era rutina fulguró su delicia? Charlas de café, de sillón, de
chat, de confesión, demuestran que el primer beso, con alguien que ha sido
importante al menos en cierto momento, no se olvida. Hay quienes recuerdan tan sólo
una ocasión. Otros tres o cuatro. Nadie supera en su anotación, los dedos de
una mano. Y no es la perfección. Y no es la calidad. Y no es la destreza. Es
ese sentimiento que, tal como lo describen las publicidades primaverales con
gráficas repletas de mariposas, aletea en la barriga, sin importarle un ápice ni
la estación del año ni el futuro que desate ni la durabilidad que encarne ni
nada más que el instante preciso, en el que logra su cometido de comunión y
acierto, estallando en bendita realidad que nos roba el aliento. Todo lo demás,
ya saben, es más de todo. Y a veces, menos, es más.
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