Por
Alejandra Tenaglia
Araña las paredes
interiores del estómago. Atraganta la palabra. Espanta la mediana alegría
cotidiana. Bifurca el camino de la mono sensación, en dispares destinos nunca
del todo opuestos. Limpia lagrimales sin pudor, surcando mejillas con el
transparente pero ácido color del dolor. Avanza como avalancha que nutre su
dimensión con lo que a su paso arrastra. Aplasta la mañana, hunde la tarde,
desespera la noche. Clava sus garras sin titubear, como el ave rapaz en la
presa elegida. Asesta un golpe certero en la indefensa zona lumbar. Ocupa todos
los lugares. Evoca aromas que no se pueden alcanzar. Salta las trampas
intelectuales con las que pretendemos disolver su existencia. Penetra sigilosa
por las grietas que nunca lograremos del todo sellar. Borra de un manotazo lo
logrado y lo proyectado. Diluye planes con la misma facilidad con la que el
viento sur despeja tormentas. Confunde el entendimiento obligándolo a repensar
y replantear y revisar y hasta retroceder, en un mal momento. Acalla los trinos
de los pájaros, el canto de los grillos y las cigarras. Nos ofrece a cambio el
silbido de la brisa otoñal, el crujir de las hojas secas, un cielo acerado y un
aire cargado de humedad. Instala su ambiente en cualquier parte, con
escenografías demasiado vacías y redundantes, cuya única finalidad es
obligarnos a mirar hacia atrás. Así, genera su ocasión, monta su nido. A veces,
son sólo segundos aquellos en los cuales nos impone su omnipresencia, como una
caricia lenta pero por demás eficaz. Otras no; y hay que luchar con violencia y
sin discreción, para desprendérnosla del cuerpo. Abrasiva, nos abraza.
Alborotando los sentidos al lograr activarnos el peligroso procedimiento que
despliega la evocación… Ahí, triunfó. Dio en el blanco. Pegó primero y dos
veces. Se aseguró la bandera a cuadros en alto y sólo le resta bregar por
permanecer un poquito más; siempre, un poquito más. Es la nostalgia. Sabe virar
nuestra atención hacia allí donde le conviene. Sabe que el alma humana tiene
tantos pliegues como dobleces y sabe también cómo desplazarse reptando por sus
pequeñitas laderas. Sabe que somos vulnerables a su porosa intervención. Sabe
que la debilidad es parte de nuestra sustancia. Sabe que todos tenemos
ausencias, gente querida bajo tierra o respirando pero en lejanos o ajenos
parajes. Sabe que extrañar, lacera, magulla, hiere, golpea, nos pone de
rodillas sin dios al que clamarle piedad. Y sabe que amar –la gente, la vida,
las cosas, los lugares-, suele traer consigo a su más ferviente aliado que es
el pretender poseer y eternizar... No es posible. Nada permanece igual. Lo
afirmó Heráclito y lo demuestra la fuerza corrosiva de la dinamicidad. Pero,
¿acaso sería posible perpetuar un instante? El deseo perdería su razón de ser.
El entusiasmo se disecaría sin solución. El mañana sería un inalcanzable más
allá. Y la realidad, no sería entonces más que una prisión.
Así que señores, parece
que apechugar, cuando aprieta la nostalgia, es el único camino. En el mientras
tanto, todo es válido, usted elige si tomarse algo espirituoso, hablar con
amigos, reposar en el pecho de su pareja, encerrarse en su cuarto, pintar un
cuadro, escribir un texto, qué más da… Lo importante es saber que pasará. Y que
detrás, se abrirá indefectiblemente una nueva oportunidad.
P.D.: Cuídese del otoño
que es la estación preferida de la añoranza aquí descripta.
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