Por Carina Sicardi / Psicóloga / casicardi@hotmail.com
Yo
no sé si podía, pero me atrevo a hacerlo. Quizás porque empezó a perfilarse en
mí esta profesión que amo y respeto, mucho antes de ser consciente de ello…
mucho antes de tanto vivido…
En
la quietud de los pueblos, donde todo parece suceder lentamente, la llegada de
gente nueva genera diversas reacciones: aceptación, rechazo, pero
fundamentalmente curiosidad y miradas poco disimuladas.
Allí,
aunque la vida era apacible, mi espíritu permanecía inquieto; ese mundo
interior rico de ideas, ávido de salir al mundo real, no encontraba fácilmente
interlocutor entre mis amigos, cuyos intereses no concordaban con los míos.
Pero el primer día de clases de tercer grado, me deparaba una grata sorpresa.
Era
un día de guardapolvos extremadamente blancos y peinados impecables, de útiles
con olor a nuevo, de portafolios repletos de expectativas. De repente, una
sonrisa de hermosos dientecitos de conejo, me sorprendía por su sencillez y
ternura. Era nuestro nuevo compañero: Gastón.
Venía
de Rosario, hijo mayor de un matrimonio con cuatro hijos, su mamá era abogada; lo
marco, porque no resultaba común en esos años que una mujer fuera profesional
universitaria en un pueblo, quizás de ella heredó ese inmenso deseo de saber y
conocer.
Estaba
yo elucubrando ideas en mi cabeza durante un recreo, cuando lo descubro mirando
el cielo, lo recuerdo tan vívido que hasta me parece percibir los aromas del
patio de la escuela. Tímidamente me acerqué y le pregunté: ¿con qué color asociarías al número 4? Me sonrió y respondió: con el azul. Ese día supe que lo había
encontrado: mi amigo de locas ideas, de
una mente brillante, de una perspectiva y
proyección inigualables, pero por sobre todo, de un enorme corazón lleno
de amor… y de dolor.
En
vano fueron las horas que dedicaba a enseñarme programación (con tan solo diez
años, cuando la informática era un teclado conectado a la pantalla de un
televisor), pero plenas y fructíferas las que compartíamos en las charlas y en
una actividad que nos llenó siempre de una pasión que aun nos une: el coro de
música académica.
La
escuela secundaria llegó a su fin y con ella el inicio de una etapa diferente,
que nos sumó nuevos amigos; algunos los compartimos, otros nos separaron. Él
eligió Ingeniería, no podía ser de otra manera, dado el entendimiento casi
perfecto que siempre tuvo con el pensamiento matemático. Yo dejé volar libres
mis ideas en psicología.
Los
días se sucedieron y las elecciones nos fueron guiando hacia rumbos distintos y
distantes. Siempre entendí a la amistad desde un lugar de respeto casi
absoluto, por eso me alejé cuando sentí que poco le podía aportar ya a su vida,
cuando entendí en su mirada que no quería escuchar mis verdades, porque ya no
eran las suyas…
Todo
siguió desde el mejor de los recuerdos infantiles, pero la amistad salió a
buscarnos para volvernos a unir. Hoy la vida nos encuentra posicionados en lo
profesional y en lo afectivo, pero cuando nos comunicamos, seguimos siendo esos
niñitos de pensamientos hermosamente locos de la infancia pueblerina. Él aun
intenta enseñarme sobre sus avances científicos, yo sigo sin entenderlos pero sí
comprendo lo fundamental: el orgullo inmenso que siento por él, sinónimo hecho
hombre de resiliencia, verdad, inocencia, lucha, honestidad y humildad.
Encontró el amor en casi todas sus aristas, tan merecido, amigo mío, tan
grande, que te aplaudo de pie desde mi mundo adulto, y te miro y te abrazo
desde mi rincón de nuestra infancia hasta hoy.
Yo
no sé si podía escribir sobre vos, sobre nosotros, pero sé que te lo merecías.
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