Por Alejandra Tenaglia
Habré tenido unos 20
años. Ellas alguno más, otras menos. Ya por entonces disfrutaba charlar, ahí
además era vital para achicar distancias. Ellas muchas veces me ignoraban, o me
pedían que me retirara del cuarto, y también había quienes aceptaban mi
compañía y mis palabras con tímido regocijo. Por esa hendija, intentaba ingresar:
era voluntaria en un hospital. Había llegado al lugar, por una monjita
paraguaya que vio de pronto rodar sus naranjas y manzanas por una vereda,
vencida por el peso del bolso. La ayudé a recogerlas, le ofrecí acompañarla y
cuando menos me di cuenta estaba visitando enfermos juntos a ella. Una
hechicera, la doñita. Me invitó a formar parte del Grupo de Damas de
Beneficencia, que recorrían las salas leyendo la palabra de Dios. Acusé
agnosticismo y otras incapacidades, pero ofrecí a cambio leer cuentos. Hecho, dijo ella y me invitó a elegir un
pabellón. Pediatría, dije sin dudar.
Me explicó entonces que muchos niños pasaban allí, solos, muchas horas al día,
por razones variadas: sus familiares vivían lejos, trabajaban, debían cuidar a
otros menores, etc. Me anudaban el estómago esas enormes salas que alojaban chicos
a los que les sobraba cama por todos lados y les faltaba, efectivamente, muchas
veces, alguien a su lado. Entre los dos o tres trabajos que tenía para
sustentar mi vida, logré organizarme como para ir un rato todos los días y
hasta he dormido allí, cuando la situación lo requería. Me he sentido inútil
hasta la desesperación, cuando lo que se necesitaba era más que literatura de
ciencia ficción, la cual elegía especialmente para despegarlos lo más posible
de la realidad. La realidad me la solían contar las mamás, afirmando que era
mejor que lo dejen ahí un día más, así tenía la comida asegurada y se podía
recuperar mejor… La monjita, tan sabia como tierna, advirtió mi posible
desmoronamiento y me convenció para que intercalara visitas con el pabellón de
maternidad, donde me encargó una misión específica: indagar si las recientes
mamás habían planeado sus embarazos y cuánto sabían sobre métodos
anticonceptivos. La eclesiástica estaba convencida de que la información que
recibían junto con las “pastillitas” que se comenzaban a entregar gratis en los
efectores públicos, era insuficiente. Si bien su religión ponderaba otros
caminos y huertas, ella tenía los pies muy en la tierra y quería ayudar a las
mujeres a evitar quedar embarazadas, si no era lo que deseaban. No era fácil
lograr el clima que me permitiera hacer preguntas tan ligadas a la intimidad.
Fracasé mil veces. Pero otras lo logré y oí historias de todo tipo. En no pocos
casos, era el hombre quien tomaba el anticonceptivo, creían que así debía ser,
puesto que era él quien las embarazaba. O lo ingerían ellas pero minutos antes
de tener relaciones; o la semana que el marido estaba en casa. Hay quien narró
ponerlo en el mate, para que se disuelva, por no animarse a tragarlo. Y hasta
hubo un caso que bien sirve para comprobar que la imaginación puesta en lugar
de la información, puede llevarnos a lugares insospechados: la pareja colocaba
la diminuta gragea, en la punta del miembro viril, antes del coito. La escena
es insólita, pero veraz.
No hay sorna en mis
palabras, no agite en vano su moralina. Hay descripción sincera de un tema urticante
que tras 20 años no ha mutado demasiado, y que permite preguntarnos: ¿qué es
dar? ¿Dar qué? ¿Cómo es que construimos una sociedad donde es más fácil acceder
a un fármaco que a una persona que escuche, explique, empatice, eduque? ¿Qué
rol prioriza el Estado (ahora como hace 20 años, no desvíe la atención hacia
chiquitajes partidarios), y también el humano de a pie? Dar, así, ¿es dar?
(El
esquema planteado es trasladable a otras mil situaciones. Se lo digo apretadito
como las indicaciones imposibles de leer que traen los fármacos en su revés.)
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