Por Sebastián Muape / sebasmuape@gmail.com
Tengo
que llegar a defender. Voy a interrumpir este ataque, como sea. No nos van a
llegar. Se nos vienen, se nos vienen. Mi boca abierta enorme, quiero tragarme
la atmósfera entera, capa por capa. Todo difuso de golpe, confuso. Me está
costando este tramo, más de lo debido. Me está ardiendo la vida. Mis compañeros
me necesitan tanto como yo a ellos, pero ahora son mis piernas… ¿¡Qué carajo
les pasa a mis piernas!? ¿Por qué me dejan así, tirado? ¿Dónde hay aire? ¡Por
favor, aire! Tengo que cumplir con lo que me pidió el tipo en el vestuario, no
concibo la idea de fallarle, si todavía me retumban sus palabras: Piermario, atacá por la derecha a fondo;
pero cuando la tiene el creativo rival, cerrate hacia el medio y juntate con el
cinco nuestro, es vital tu función para nosotros. ¡Vos podés Morosini, te lo
morfás, vos podés! ¡Vamos Moro, vamos con todo! Ganar hoy, como sea.
Clasificar y seguir ganando. Ascender y jugar por grandes cosas. Gloria, gloria
y más gloria. La promesa a mi viejita muerta; los consejos de mi viejo, muerto
dos años después. Las inferiores con él atrás del alambrado. Mis primeros
botines nuevos. El recuerdo de mi hermano menor, quien no pudo con la ausencia
de los viejos y a pisar estrellas decidió ir. Hoy llevo su foto pegada en la
canillera. Sólo quedamos mi hermanita mayor, con síndrome de down, y yo; la
venimos luchando a morir, como en el fútbol, como en esta tarde de partido
importante. Como en el fútbol que es la vida y que es la muerte. El sentido y
la locura. Que es el grito primal del éxtasis supremo y que son las lágrimas
primaverales de mis compañeros y amigos, de los hinchas que me vieron caer, de
ella que hoy no pudo venir. Tengo que salir adelante, no me puedo quedar acá,
así. Un fuego repentino me inunda las arterias, me lacera, me quiebra. La
sangre omnipotente que siempre corrió a granel, decide estacionarse. Vaya
capricho. Sólo pido un segundo más, un vestuario más, una arenga más. La vieja
pelota cosida a mano. La firma del primer contrato. Cambiar a un club de la
categoría inferior y sin embargo seguir entrenándome como el primer día,
dejándolo todo, todo. El fútbol. Mi vida. Mis sueños. Mis veinticinco años. Mi
camiseta número 25. Mis compañeros. La tribuna. Las banderas. Los rivales. La
gramilla iluminada por esta primavera azul y tibia. Acá voy cayendo. A metros
del área, inerme lamiendo el pasto, casi inerte; viendo cómo los de blanco y
celeste nos rodean y los míos despellejándose. Elijo esa
imagen para llevarme. Apoyo el pecho, a ver si el pasto húmedo ayuda con este
incendio. Que se enfríe de una vez el rojo vivo de mi segunda piel. Puse todo,
puse huevos, caí, intenté pararme y
seguir. Mirando únicamente donde estaba la pelota y mirando la pelota volví a
caer. Mis piernas de potrillo ahora son de hule, la puta madre… Apoyo las
palmas y las rodillas y antes de dejarme abrazar por la hierba, le pido a dios
o a quien sea, que me dé unos segundos más. La última pelota, el despeje y el
final. El pitazo o el zarpazo o los dos, pero que no se me termine así, caído,
entregado y vencido. Desde la cancha, de espaldas al cielo y con un suspiro
tenue, exhalé mis perdones y me fui. “Verdadero
guerrero, chau Moro, tu hinchada te rinde honor”, van a decir las banderas.
Y yo a ustedes, por supuesto. Mi gran amigo Di Natale, va a cuidar de mi
hermanita. Así se termina mi cuento de fútbol y de vida, de dolores por las
pérdidas que me ametrallaron y también de alegría por haber sido futbolista
desde el alumbramiento, hasta el partido de esta tarde.
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