Por Sebastián Muape / sebasmuape@gmail.com
Mi amigo mayor Manuel Bernardo Ramón Campos me dijo,
abriendo su mochila una noche en la esquina del club: “Tenelo, pero devolvémelo”. Obedecí a
medias, jamás se lo devolví. Ni lo haré. Hice bien en interpretarlo como regalo
para mis dieciocho.
Veintisiete
años más tarde y de su puño y letra, Medina me lo va a dedicar. En la hoja
donde figuran sus verdaderas homenajeadas Judith, Alba, Mabel y Elba y en
desprolijo trazo de Bic: “Para Sebastián
Muape, este primer libro con la amistad del autor – 12/V/15”. Secándome la
frente le di un abrazo en agradecimiento por haber transformado mi vida en la
de un lector vago aunque correcto. Vanesa, su hija, nos sacó una foto. ¡Como
chanchos! Esa vez empaté con aquel primer intento, donde sólo atiné a
estrecharle pegajosamente la derecha en un pasillo, sin la decisión de sacar el
libro para que me lo firme ahí mismo. “El
malbec viene de parte de Tenaglia, Maestro; no hace falta la propina, soy un
profundo admirador suyo ejecutando una estrategia de señor del correo. Gracias
por tanto”. El tipo arqueó las cejas, sonriéndome un poco sorprendido,
claro; salía de ducharse en cuero y bermudas y yo rompiéndole las pelotas en el
palier de su casa. A causa de la emoción olvidé dos cosas: saludarlo por su septuagésimo
octavo cumpleaños y bajar un piso por escalera hasta encontrar la huidiza
puerta del ascensor; cosas que pasan.
El
ejemplar tambaleó en mis manos durante varios días. Marisol, mi novia en
aquellos hermosos años, tomaba sol sin mí en la costa, el reparto de lavandina
terminaba a las catorce. Tiempo a favor y una gran historia para no extrañarla.
Programón. Lo deglutí en unas horas, con paréntesis de almohada. No, no; no
juego, no salgo, no voy. Nos vemos otro día.
El
Manual del alumno bonaerense, El Gráfico, Sólo Futbol, a veces Pelo y Pan y
Circo, más una biografía de Einstein (más de veinte intentos invicto, hasta que
entendí la Teoría Especial…) eran las lecturas que acopiaba hasta ese verano.
Tapa
en blanco y negro. Primera edición de “De la Flor” 1972, sin prólogo. Enrique
está sentado en el alféizar de un ventanal enorme, acorazado por musculosas
rejas despintadas, en armonía con la pared de ladrillos agujereada por el
tiempo. Mira en lontananza con breve mueca de sonrisa y nostalgia. Casi no se
le distinguen los pies, lo cual le da un tinte fantasmal a la imagen. Sobre
fondo de arbustos sin brillo, en mayúsculas blancas: LAS TUMBAS.
El
estante más alto de mi biblioteca está dedicado especialmente a Enrique Medina, todos sus títulos cohabitan allí con Louis
Ferdinand Céline, su gran maestro. (A propósito, Enrique: millones de gracias
por inducirme al inmenso Viaje al fin de
la noche, la despedida con Molly en el andén de Detroit que me hace llorar
cada vez que la leo y la putrefacta perfección de esas páginas).
Llegué
a tener seis ediciones de la novela más la reeditada en 2012, algunas las fui
regalando, repitiendo favores. Busco, revuelvo, indago en las bateas de las
librerías de viejo. Cuando encuentro una, compro; y si no, las ordeno delante
de todo para hacerle una gauchada a quien se acerque. Es mi deber, no puedo ser
egoísta. Las botas hijas de puta lo prohibieron más de una vez; yo lo regalo,
lo comparto.
Le
agradezco otra vez y miles por Las Tumbas.
Le tributo pleitesía por contarnos esas peleas, las salidas, por espiar desde debajo
del escritorio las piernas gordas y el culo blanco de la celadora, por la
puteada más larga del mundo, por su historia con Martínez… (me alcanzó un Rayo Rojo y dejó la mano extendida, levantó las cejas y
me dijo: “chau Pollo, escapate”; “chau Martínez”). Voy a cometer la
imprudencia de usar la misma palabra que usted, para terminar mi texto. Punto.
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