En el estadio


Por Enrique Medina
Ya dentro del estadio, Ballena-Gris pregunta: ¿por dónde entran los barrabravas? Virulón, que siempre se las sabe todas, le indica el Oeste. Entonces vayamos al Este, responde bromista. Y nos sentamos cómodos porque nos hemos adelantado al resto de la gilada. Ricardo, destapa las gaseosas. Y Virulón, grandote y bailarín como Virulazo a quien debe el apodo, nos cuenta su última gira en el espectáculo que produce junto a una pareja de cómicos nuevos que ninguno de nosotros conoce y a los que él les augura un futuro exitoso.
-        Son tan buenos que los dos hasta estudian derecho…
-        ¡Para cuando derecho vayan en cana!... Ja…
-        No. Para nada. Pero sí se meten mucho en política, como el radical, ¿cómo se llama?..., ese.  Y el Beto Brandoni y la Roy y tantos… Ni hablar de Evita. Bué, los actores siempre anduvieron en política. Y es normal. Al fin y al cabo se mueven para hacer el bien, para ayudar a la gente purificándole el alma y aliviándoles el corazón. Ni hablar de Hugo del Carril, ni de Discépolo. Si hasta Parravicini fue concejal. Como Don Atilio. ¿Saben quién fue Don Atilio?... Qué van a saber ustedes. Nadie sabe, ni Don Anselmo Marini ni la barra de fanáticos que sigue su audición de tangos que es una delicia. Yo le mandé una carta para que hiciera una encuesta entre los oyentes y preguntara quién fue Don Atilio y qué es El Mate Amargo. Ni me dio bolainas. Insistí  mandando una cerificada por si la anterior se había perdido. Y de paso le escribí que su secretaria, una tal Paulita Divina, dice “contestor” y debe decir contestador automático. Seguramente, como ellos están en el noveno piso y los ascensores casi nunca andan, la carta pudo haberse agotado en los escalones y por eso no llegó hasta el noveno… ¿Qué?... No, no es ser irrespetuoso, incluso en la carta especifiqué que hacía la corrección con respeto y buenísima onda. Pero, claro… Sí, tenés razón, cada vez somos más ignorantes, más brutos y encima nos enorgullecemos de serlo. Ni hablar de las publicidades ni de los zócalos de la televisión donde a las faltas ortográficas suman una pésima sintaxis y una falta de concisión asombrosa de tan chocante y elemental… Sí, tenés razón: ¡es una barbaridad, mi viejo!... Mirá que resaltar “holgadez” como si fuera una piolada en lugar de holgura, es una barbaridad… Si hasta los locutores más famosos dicen “serviría” en lugar de sirviera, “habrían” en lugar de hubieran…

Y Virulón, dale que dale, continúa en la suya sin parar, como un impertérrito y escéptico remendador de inexactitudes legales. Ricardo, que aún consigue sacar del bolsillo los cigarrillos prendidos, está en otra, y fuma y fuma como en el tango, mirando la nada que le llena el vacío del alma al sentirse abandonado por un amor que nunca pudo ser y que él construyó, vanidosamente, sin plan B ni redes de contención. Para sacarlo del dolor clavado en el pecho aventuro un resultado en el partido que veremos. Me mira como se mira al sepulturero que nos deberá enterrar y me recrimina:
-Me importa un carajo el fútbol, un carajo…
-¿Entonces qué hacés acá?
-¿Qué decís?... ¡Es cosa tuya!... Me habré caído de otro cuento. Qué sé yo… Últimamente estás confundiendo mucho tus historias... Seguramente soy un personaje que se te ha escapado de otro texto. Y vos tenés tan atribulada la razón que ya no sabés a quién das y a quién quitás con tal de quedarte con lo mejor del relato. Sos muy arbitrario. Así es fácil escribir. ¿Por qué me cargás a mí tus rollos y derrotas?…

      Escapo hacia adelante concentrándome en la hipálage del ambiente donde las gradas del estadio festejan la aparición de los jugadores. Lo miro a Virulón ya metido en el barullo del estruendo y le pregunto: ¿Quién es Don Atilio?, sabiendo que no puede escucharme y que es una pregunta fuera de clima, así que me concentro y miro a los jugadores entrando a la cancha y me pongo de pie y aplaudo y abro la boca para gritar. Y grito gritando tripas y sangre… Grito y grito, sin darme cuenta de que estoy sin voz, ni vos.

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