CUERPOS DE SERES HUMANOS
“NUNCA ME ABANDONES”
Por Lorena Bellesi
El escritor uruguayo Mario Benedetti alguna vez expresó en un haiku: “cuando se empaña - el vidrio arma el paisaje - que a mí me gusta”. Es decir, la mirada que se recorta sobre el afuera pierde su diafanidad, se vuelve melancólica y, en cierta forma, sutil y profunda. El cineasta Mark Romanek consigue materializar esa imagen poética, ese sentir aletargado. En Nunca me abandones (“Never let me go”), película inusual que combina géneros usualmente dispares como el drama romántico y la ciencia ficción, Romanek reproduce un viaje de aprendizaje personal, que oscila entre la felicidad, la amargura y, principalmente, la resignación. Basada en una novela contemporánea del escritor japonés Kazuo Ishiguro, el espectador, de pronto, no podrá desentenderse de los planteos éticos que el film propone. Al cuestionar los límites de la ciencia puesta al servicio de la vida, implícitamente nos interpela, e incluso, nos insinúa una comparación respecto a nuestras sociedades actuales, en donde el horror, lo atroz, se ha incorporado con absoluta naturalidad, gracias a una suerte de complicidad general.
En un primer momento, esos niños de uniformes grises, sumisos, retenidos y sin contacto con el mundo exterior, casi enajenados, no dejan traslucir ningún tipo de relevancia. Sin embargo, son especiales. Sus futuros ya están escritos. Al crecer se convertirán en donantes de órganos vitales. Sin mayores explicaciones, nos enteramos junto con ellos de su inconcebible sino. Sus expectativas de vida se reducen a unos pocos años, en consecuencia, es absurdo que proyecten un porvenir factible. Es ese su lugar dentro de la sociedad, y frente a ello no hay oportunidad de sublevación. La única manera de conseguir una vida digna, decorosa, es, dentro de la brevedad de sus existencias, poder descubrir quiénes son.
La voz en off de una de las protagonistas, Kathy H, interpretada por la actriz inglesa Carey Mulligan, a la vez que va relatando su propia experiencia, aporta afabilidad y cubre los vacíos argumentales. Esa íntima locución sirve de nexo entre las tres partes en que se divide la película. Cada una de ellas se sucede en un continuo cronológico que comienza en la niñez, y está enmarcada en un lugar específico y peculiar. En su acotado deambular, esa voz singular se vuelve muy próxima, al mismo tiempo que desnuda la dócil soledad de quien la enuncia.
La trama principal refiere a un triángulo amoroso entre Tommy (Andrew Garfield), Ruth (Keira Knightley) y la misma Kathy; los tres, por igual, condenados a un mismo inevitable destino. Obligados, mejor dicho, apremiados por una vida con fecha de vencimiento pautada, las traiciones y los celos van de la mano de la impotencia y la desesperanza. Distanciados de lo mundano, excluidos, aprenden por su cuenta lo que significa enamorarse. El dramatismo, por lógica, se hace presente.
Dentro de este hipotético universo, el arte se erige como gesto de posible salvación. Supone el reconocimiento de una persona como tal. Se trata de una manifestación que invoca la revelación del alma, refiere al punto de contacto entre el mundo y el “artista”. En esa sociedad imaginada por Ishiguro, ya nadie se interroga por los procedimientos, éticos o no, utilizados para subsistir. Por consiguiente, por medio del arte, aquellos que fueron señalados como donantes podían ratificar que eran individuos y no meros envases descartables, carentes de emociones.
Nunca me abandones es una delicada metáfora de los tiempos que corren. Disfrazada de historia de amor, la película plantea una discusión en el orden de lo trascendental, que traspasa la ficción para posarse en nuestra propia y cotidiana realidad.
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