EN LA CALLE*
Por Enrique Medina
La gente pasa y lo ve echado en la vereda sobre un mugriento colchón de gomapluma, escribiendo en un cuaderno. Su estado es deplorable, pero se esfuerza por mantener una actitud aristocrática. Fuma sosteniendo el cigarrillo con una pincita. Exhala el humo como si estuviera gozando de un privilegio de elegidos. Algunos advierten que saca y mete unos libracos viejos del carrito de supermercado. De una pequeña radio a pilas se escucha música de tangos. Lee y copia. Mejor dicho toma apuntes, porque está muy claro que busca algo especial en los libros. Agarra uno, se coloca los anteojos que lleva colgados del cuello, percibe que el ojo malo sigue malo, pasa las hojas, busca, lee, escribe lo que está leyendo. Deja ese libro y agarra otro. De tanto en tanto, se pone de pie y, tambaleando como si estuviera medio borracho, habla aparatosamente por el celular inservible que hace un tiempo encontró en la basura. Dialoga imitando el comportamiento de toda la gente normal que hace uso del aparatito sin dejar de caminar. Sus perros le marchan alrededor pero enseguida vuelven a echarse sabiendo que la película se repite. El más chiquito, el Perro-Tres, que le salta hasta las rodillas, es ignorado. Él hace gestos, se detiene como sorprendido por lo que acaba de escuchar en el celular, mueve el brazo dando a entender que la cosa no es así, vuelve a caminar mirando el suelo y afirmando tolerante con la cabeza, se detiene y ríe, interrumpe hablando de corrido mientras gira en un círculo cerrado, ahora escucha muy atento, se estanca justo en el cordón de la vereda y como si estuviera haciendo guardia se queda quieto mirando el sol triste cruzado por nubes considerables, mueve la cabeza como diciendo que no, que eso no puede ser, no, no, te digo que no. Se cansa, se despide, y cierra la tapa del celular. Pasa una mina que no puede ser. Se queda mirándola sin disimulo. Abre el celular y dice: Che, Dios, dame una de éstas y juro no joderte más hasta que me muera. Guarda el celular en el bolsillo y se sienta en la vereda continuando con su tarea de leer y copiar.
Zacarías ya está arañando los sesenta años, pero, para quienes lo ven encorvado arrastrando el carrito con sus bultos y acariciándose la barba tobiana, aparenta más. Para representar cierta dignidad, ensaya un andar fibroso, hunde la panza y la disimula usando la camisa suelta. Se ayuda ajustando fuerte el cinturón y tratando de enderezar la espalda. Todavía no soy un viejo de mierda, se dice con presunción, ignorando su lamentable estado de linyera sin perspectivas ni halagos. Y es así porque su transitorio asentamiento en las distintas esquinas de este Buenos Aires, lo lleva a cabo en función del sol que lo acaricia, o de la lluvia que lo obligara a guarecerse. Sabe pedir limosna en medio del tráfico, y buscar comida en la basura de los restoranes. Perro-Uno, un dogo criollo algo viejo, y Perro-Dos, sin raza para lucir, actúan de guardaespaldas tiempo completo en una ciudad poco hospitalaria. Lo miro. Me mira. Me acerco y los perros se paran atentos. Él los calma. Le pregunto qué lee y qué escribe. Zarandea la cabeza como si estuviera ido. Vuelvo a preguntarle. Detiene el bamboleo y me mira fijo:
- ¿Usted me conoce para meterse en mi vida?...
- Bueno, es que estoy escribiendo sobre usted. Y lo bauticé Zacarías…
- ¡Mierda! Me tocó, che, me hizo profeta…
Se rasca la barba, intenta una sonrisa. Y sigue mirándome fijo. Le digo que mi pregunta tiene buena onda. Me pide un cigarrillo. Le doy el paquete. Saca cuatro y me lo devuelve.
- Leo libros…, revistas, diarios… Leo todo, sabe… Quiero entender el secreto de la vida… Saber por qué usted me pregunta cosas como si yo tuviera la obligación de contestarle…
- Perdón si lo molesté…
- Vuelva mañana.
- De acuerdo.
Me voy, y los perros vuelven a echarse.
* De “El último argentino”, próximamente en librerías.
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