Por Garry
Pocas cosas motivan más que una
carencia. Este es el ejemplo dado por numerosos campeones de ajedrez. Bobby
Fischer no conoció a su padre ni tuvo jamás contacto con una mujer, el ajedrez
fue su vida. Anatoli Karpov fue un niño enfermizo al que le habían predicho
diez años de vida y aún compite, el ajedrez ocupó toda su vida. Garry Kasparov
fue educado por una madre absorbente y férrea, perdió a su padre a los siete
años y tomó el apellido de aquella; jugó ajedrez hasta que fue derrotado por un
alumno, desde entonces no se lo volvió a ver jugar nunca más una partida en
vivo.
Entre los tres, Garry sobresale. Cursó
sus estudios en forma normal, fue un joven deportista y sociable mientras
forjaba su genio. Sobre el tablero, barría con todos aun de niño. Fue educado
por uno de los más grandes jugadores de todos los tiempos, el ingeniero
electricista Mijail Botwinik, varias veces poseedor del título máximo en
nuestro juego. Es fama que mi tocayo Kasparov tuvo el peor genio entre todos
los campeones. Rara vez confraternizaba durante los torneos y jamás miró a un
rival sin ánimos de destruirlo por completo. Tanta era su tirria que sus
colegas le apodaron el Ogro de Bakú, ciudad natal. De adolescente, consultado
por un periodista sobre a quién admiraba en ajedrez, respondió: “Soy lo
suficiente fuerte como para no admirar a nadie”.
Robert James Fisher no pudo terminar
la escuela secundaria, era casi inabordable si no se le hablaba de ajedrez.
Accedió al clasificatorio para el campeonato mundial por medio de una tramoya
flagrante, orquestada por el gobierno de los EEUU, ya que ese año, por uno de
sus habituales e infantiles caprichos, no había participado del campeonato
superior de su país. La corona que obtuvo frente a Boris Spasky la logró a
fuerza de partidas geniales y permisividades extremas. Si Spasky hubiera
querido, habría retenido el título, ya que permitió varios cambios en el
reglamento una vez que el match estaba en curso.
Anatoli Karpov, el gran Tolia, no pudo
ir a clases normales por sus dolencias y fue educado en su casa. Era retraído y
tímido, no hablaba en público y cuando perdía una partida sus ojos se
inyectaban en sangre y lágrimas por la vergüenza y la humillación que creía
sufrir (perder, cuando se ha hecho lo posible, lo máximo por evitarlo, no debe
ser tomado como una humillación).
Los tres fueron jugadores prodigiosos
y vivirán en la memoria de todo ajedrecista, e incluso de toda persona
informada que haya sido contemporánea de sus logros. En Argentina, miles
seguían las partidas de Bobby por radio; en lo personal, pude seguir el match
Karpov-Kasparov en las páginas del triste diario argentino. Desde entonces
admiro a Garry y así me llaman.
El año comienza con mucho calor y
pocos recursos para evitarlo, así que tomémoslo con calma. Mucha pileta, mucha
sombra, unos mates y, si te gusta la lectura, tres libritos memorables que
incluyen al ajedrez en sus tramas. Están disponibles en la biblioteca de
Chabás, pueden disfrutarse sin conocimientos del juego: La cuestión de la dama en el Max Lange, de Abelardo Castillo; Zugzwang, de Rodolfo Walsh y La revolución es un sueño eterno, de
Andrés Rivera. El primero y el segundo incluyen tramas policiales, el tercero sólo
el tedio y la frustración de jugar partidas sin desenlace, que no llevan a
ningún lado.
Creo que, muy probablemente, el ajedrez
sea la única rama del arte que puede utilizarse para aprenderlo todo: la avidez
y la pasión, la calma y la tormenta, el fracaso y el triunfo de la vida. Así
que de no practicarlo, también puede ser el verano un buen momento para
acomodar las piezas en el tablero, y dar inicio a la partida.
Feliz comienzo.
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