Por
Mariano Fernández
marianoobservador@gmail.com
Mi
pueblo no es lo que supo ser. Hubo un tiempo en que el fatalismo geográfico,
determinaba tu sino. Dependiendo de qué lado de la ruta (en verdad, de qué lado
de las vías) vivías, era el destino que tendrías. Determinaba no sólo tu barrio,
tu escuela, tus amigos, sino además: tu club. Esa territorialidad sigue existiendo,
por supuesto, pero nunca como en mi infancia fue tan gravitante como para
desencadenar las guerritas de globitos de agua. El almanaque para un niño de 8 ó
10 años era más estacional y simple. Cuando terminaban las clases, venía el
verano y la pileta. Entre Papá Noel y Reyes era el momento de salir por las
noches a tirar cohetes. Y después, venía el inicio de las hostilidades
estivales. Comencé siendo de los más pequeños en ir. No sé cómo empezaron.
Recuerdo que en un principio, sentaditos en el cordón de alguna calle céntrica,
emboscados detrás de un auto, globito en mano, esperábamos que algún incauto
pase. Las víctimas preferidas eran las niñas, que cuando irrumpíamos desde
nuestros escondites para ejecutar el ataque, sólo atinaban a fruncir el ceño y
decirnos “no, por favor”. Súplica que por supuesto, era ignorada absolutamente.
A los 11 ó 12 años, todavía no habíamos perdido la ingenuidad. Las mujeres eran
aún un misterio que el verano en parte nos develaba y la edad recién nos
invitaba a descubrir. Sólo sabíamos que a una chica que te decía que no la
mojaras, tenías que respetarla a rajatabla, por orden de los veteranos.
Indispuesta, nos decía. Para nosotros era como si algo estuviera roto, y
mojarlo empeoraría las cosas. Con el tiempo empecé a sospechar que muchas veces
se trataba de un ardid para evitar ser mojadas. Los más pequeños eran casi
impunes, en esta cuestión, aunque hasta cierto punto. Recuerdo alguna corrida
de adolescente furiosa a un querubín despiadado de torso y pies desnudos,
raudo, huyendo para evitar un chancletazo.
Adivino
que por contigüidad, los niños del otro lado estaban en la misma y quiso el
destino que nos encontráramos. Así comenzó, supongo. El combate se desarrollaba
primero por las tardes y luego de la cena,
en ambas plazas, dependiendo del predominio de uno u otro bando. Nada era
justo, si unos eran más, pues eran más y en inferioridad numérica se debía
resistir. Tampoco existía magnificencia del que tenía mayor número de efectivos.
Los mayores tenían a razón de 13 ó 14 años. Por la tarde se negociaba la hora
del encuentro nocturno. Generalmente dos de los grandes, se encontraban en
terreno neutral, y mientras la monada restante recargaba sus globitos, acordaban
los términos y se las condiciones. Nada de globitos con sal o arena. Tampoco de
la variedad mexicana, que eran más duros. Totalmente vedado el relleno con
orina. Esos líderes negociaban e intercambiaban acusaciones, sindicando a los
responsables del bando adversario de haber transgredido alguna de estas reglas,
incluso mostrando evidencia física de haber sido atacados con algún proyectil
fuera de norma o informando que tal o cual lanzaba proyectiles que picaban los
ojos. Se prometía tomar cartas en el asunto, reprender a los responsables y se
pactaba el encuentro nocturno. Hubo batallas épicas. Una, en que luego de una
corrida feroz, dos pobres diablos del adversario quedaron rezagados,
probablemente por haber perdido una ojota, y fueron hechos prisioneros. Rápidamente
fueron despojados de sus globos, y dos de los mayores emitieron la orden a los más
pequeños, de fusilarlos. Mientras los sostenían, una plétora de niños se
dispuso en línea, y a la orden de fuego los rivales caídos en desgracia fueron acribillados
a globazos, en la puerta lateral del hospital. Participé de ese pelotón.
Recuerdo haber apuntado al torso del mayor. No tuve el valor para tirarle al más
chico, de unos años apenas más que yo, que intentó vanamente cubrirse con sus
brazos. Aún los veo, liberados luego del episodio, retirándose mojados,
cabizbajos, humillados, hacia su lado de la vía.
Las
guerritas terminaron hace mucho. Creo que fue en la última, donde a falta de
contrincantes, una noche, cuando ya se había decretado la ilegalidad de nuestros
encuentros, decidimos con unos compañeros revelarnos casi ingenuamente y
enfrentar con las únicas armas que teníamos, munición de látex rellena de agua,
a la autoridad que proscribía nuestra diversión. “Vos de ese lado de la ruta,
yo de este, cuando pase, le tiramos”. Fue por eso que la última guerrita
terminó conmigo y mis ilustres camaradas, demorados en la comisaría.
En
un cajón, guardo una bolsita de globitos, entalcados, prestos para la batalla.
A ustedes, entrañables compañeros, aguerridos adversarios, los espero, en la
plaza, después de cenar. No importa quién gane o pierda. Seguramente
terminaremos empapados, pero habiendo recuperado un poco la inocencia de una
niñez, simplemente maravillosa.
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