Por Carina Sicardi
casicardi@hotmail.com
Siempre tratamos de elegir las buenas
decisiones, para salir adelante.
Cada uno de nosotros sigue un camino. Cada
uno de nosotros vive su propia aventura, encontrándonos con todo tipo de
desafíos; y las decisiones que tomamos nos hacen ser lo que somos. Esas
decisiones nos pondrán a prueba y nos llevarán al límite. Al final nos dejarán
más fuertes de lo que nunca imaginamos.
“Cuesta
tomar decisiones”, me decía un amigo días atrás. Claro que sí,
fundamentalmente si éstas afectan a los seres que amamos. Sin dudas, nuestras
vidas toman el rumbo de las decisiones que tomamos a diario.
Cuando comenzamos etapas nuevas de
nuestra historia, decidimos también con quiénes compartirlas. Y como parte de
éstas, un día llegó él.
Chiquitito y asustado, viajó desde
Chañar Ladeado. Era el regalo de mi compañera kinesióloga para una realidad de
pareja que recién comenzaba. Un cocker negro, sin nombre aún, me esperaba
sentadito y temeroso a que concluyera mi jornada laboral en Los Quirquinchos.
Era el último de sus hermanitos, ese a
quien nadie había elegido, tenía 3 meses. Los demás habían sido vendidos, y ya
eran parte de otras familias. Sus papás viajarían a España con sus dueños y no
era posible llevar a 3 perros.
Así llegó y empezamos a buscarle un
nombre, que después de tanto debatir fue simplemente “Negro”.
Negrito, Negro Bombón, y otros tantos
apelativos dentro de las paredes de la más absoluta intimidad, lo fueron
nombrando; y fue nuestro bebé hasta que esa intimidad compartida de tres, sumó
a Bernardo.
Dudó al principio. ¿Quién era aquel
ser al que de pronto todos miraban y cuidaban? Las fotos atestiguan sus gestos
que, serían poco creíbles desde la palabra. Lo miraba de cerquita pero sin
tocarlo, aún haciendo el esfuerzo de pararse sobre sus dos patas cuando la
altura del catre no le permitía libre acceso al que sin dudas, consideraba un “invasor”.
Sin embargo jamás lo agredió, ni
siquiera en las alocadas carreras que hacía en el patio, no permitiendo que el
pasto del contorno creciera libremente.
Esperaba a su “papá humano”,
reconociendo el ruido del vehículo que, le adelantaba la alegría de volver a
verlo, de saber que ya volvía a casa; sus ladridos eran entonces diferentes,
avisándonos también a nosotros lo que él ya sabía. Su mirada y sus saltos
primeros eran para él. Hicimos infinidad de pruebas para saber a quién elegía,
con los mismos resultados: Bernardo y yo nos quedábamos con los brazos abiertos
y vacíos. Era además una especie de “Chavo del 8”, molestando e interrumpiendo
cada actividad manual que alguien emprendía.
Sin dudas, fue parte de nuestra
familia. Ayudó a la abuela Marta en su tristeza, quien lo cuidaba y lo lloró cuando
la crueldad del paso de los años le fue quitando la visión y la destreza pero
nunca la alegría, la bondad y la incondicionalidad.
Ni la irreversible patología
neurológica que nos fue marcando el final del camino juntos, logró malhumorarlo.
De hecho, ni siquiera en el momento de una de las decisiones más fuertes que
debimos tomar -la de ahorrarle el sufrimiento de una agonía sin retorno-, dejó
de mover su rabito cuando reconoció momentánea pero inolvidablemente, nuestras
voces.
Claro que es difícil elegir, sobre
todo si esas decisiones afectan para siempre a los seres que amamos y a nuestra
vida toda, aquella que tendremos para recordarlo y quererlo como el gran perro
que fue, eternamente agradecidos por tanto cariño.
Mi Negro Bombón, ahora corre libre por
el viento; ya nada, ni siquiera el tiempo, lo puede detener…
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