En el desarmadero*



Por Enrique Medina

Anías llega en el auto de Dany a un desarmadero clandestino. Por si las moscas, echa una mirada a los alrededores. Da un bocinazo suave y espera. Al rato se abre el portón y aparece un enano con un perro negro más alto que él. El enano escudriña las esquinas, hace una seña. Entra el auto. Anías lo conduce hasta el fondo. Desciende. Espera que el enano, balanceándose al caminar, llegue. El enano estudia el coche último modelo y el perro huele los pantalones del visitante. El enano ofrece tanto. Anías acepta porque ya se conocen y el enano tiene ganada fama de honesto y derecho en los negocios. También le ofrece el celular y las tarjetas de crédito de Dany. Arreglan. El enano va a buscar el dinero y el perro se queda sentado al lado del visitante. Anías advierte unas ratas corriendo entre pilas de hierros viejos y esqueletos de autos encimados. También las ve el perro, pero no le atraen, aunque se levanta y se dirige hacia otro lado, donde unos ruidos delatan movimientos. El perro esconde la mitad de su cuerpo y sólo deja ver la cola alegre. Anías, de puro curioso, se desplaza un poco para ver más y alcanza a distinguir una mano rascándole la cabeza al perro. Se mueve otro poco y ve una mujer de ojos grandes sintiéndose descubierta pero sin intención de cometer el papelón de huir asustada. Los anteojos negros que lleva sobre la cabeza se los coloca correctamente. Sin dejar de acariciar al perro, mira al visitante. Anías ya la tiene en el alma y por eso le sonríe. Ella responde igual.  Él quiere acercarse y entonces sí ella se va y el perro se vuelve, gruñendo, para que él sepa que sólo ha venido como reducidor y punto. Vuelve el enano. Anías recibe el dinero, lo guarda sin contar y, sorprendiéndose él mismo de escucharse decir lo que dice, le pregunta al enano, sin enfatizar la importancia para no delatarse, quién es la mujer que acaba de ver. El enano pone cara de perro y le repregunta: ¿De qué mujer me habla?... Anías siente que ha metido la pata y trata de restarle importancia al hecho: Nada, creía que una mujer me miraba… El enano se afloja, sonríe y corta por lo sano: Siempre hay una mujer mirando… El perro entiende que hay que dar vuelta la página, así que emite un bostezo sonoro al tiempo que camina sugiriendo que lo sigan hacia la salida que Anías ya conoce. Es una casa que sirve, o se supone, para camuflar el deshuasadero que todo el mundo ubica. Con dos llaves enormes, el enano abre una puerta. Se dan la mano. Anías camina dos cuadras de tierra hasta la esquina, en la que sube a un colectivo que lo deja en un barrio popular, donde puede tomar un taxi. El viaje es largo, y mucho más por las calles cortadas y los piquetes con llantas incendiadas. El taxista putea a Dios y María Santísima. En paz, Anías no puede dejar de pensar en la mujer que lo miró en el desarmadero. Esta noche cuando duerma, sin duda soñará con ella; y eso lo hace feliz.

* Del libro "El Jardín de Anías", Enrique Medina, Editorial Galerna

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