Por
Carina Sicardi / Psicóloga
La
sala estaba vacía. Hermosamente arreglada. Expectante, como quien espera con la
mesa tendida y la mirada vacilando entre el reloj y la puerta.
Silencio.
Un silencio que asusta a quienes no conocen, pero no a ella, porque sabe que
cada detalle que la engalana fue pensado para compartirse. Quizás piense que,
como en bambalinas, en cada hogar se estarán preparando con sus mejores galas
aquellos que hoy son sus invitados. Siempre es así. Complaciente, simplemente
espera. El reloj de la iglesia, compañero inseparable, marca con sus tañidos que
ya falta poco, y como un guiño le dice: ya están por llegar.
De
a poco la calle se llena de un inusual movimiento, y uno a uno, prolijos,
bellos y ansiosos, los niños van llenando el hall.
Ella
sonríe, el momento llegó. Alguien decide abrir las puertas, pero la penumbra
alerta que no está permitido traspasarlo aún.
La
familia entera pinta el espacio de colores, formando un cuadro en movimiento.
Todos se saludan. Y el cruce de sentimientos se hace inevitable. Alegría,
nostalgia, orgullo, amor, felicidad, rencores y complicidad.
De
pronto, como pollitos obedientes detrás de su mamá, cada chico va tomando su
lugar en la fila, esa que será la última vez que conformarán. No son
conscientes quizás de esto, pero nosotros sabemos que es así.
Con
sonrisa cómplice, la sala empieza a cobijar a sus invitados, esos que hacen a
su esencia, a su razón de existir.
Los
murmullos se multiplican pero de repente, las voces de las seños, que hoy
ofician de maestras de ceremonia, callan toda conversación iniciada. Y allí,
entre aplausos y lágrimas, ligeros al andar, entran los graduados.
Entre
ellos estaba él. Mi mirada lo buscaba pero aún no estaba en el escenario. Por
última vez, entró a la derecha de la bandera argentina, esa que tan orgulloso
acompañó durante todo el año y ahora debía entregar a otro que la portara. La
posta de la vida.
Los
lugares vacíos de las gradas se fueron ocupando y allí, por fin estaban -o
estábamos- todos: ¡la promoción 2014!
Teníamos
que disfrutarlos, porque todos sabíamos que cuando se bajaran, la sensación de
final se iba a hacer más palpable.
Siete
años atrás, los mismos actores de la sala también fuimos convocados. Allí
estuvimos, sólo que los uniformes eran más coloridos y para la casita por la
que pasaban para recibir su “diplomita” hoy serían “gigantes de ojos azules”;
nadie ahora habló en diminutivo. Lo que no cambió fue esa sonrisa que traducía
y traduce la alegría enorme de llegar a la meta.
Protagonistas
indiscutibles de su momento, le ganaron a la fiebre, disfonías y toses
(producto del disfrute sin límites del querido Carlos Paz 2014) y a viva voz
cantaron… “es hoy, el tiempo que tenemos
es hoy”. Claro que sí, porque por más que lo deseemos, el tiempo no puede
detenerse. La vida no es una fotografía en la que nos querríamos quedar, porque
el momento es perfecto. Ya pasó, eso que vivimos bueno o malo, ya no es.
Y
no importa cuántas lágrimas hayamos derramado, hoy nuevamente se hacen inevitables.
Mari, imposible no sentirte, como en la graduación de jardín, tomando mi hombro
mientras le cantábamos a nuestros pequeños graduados de remeras rojas. Roberto,
imposible no verte en el abrazo tan fuerte de tu mujer y tus hijas cuando
recibieron al tuyo. Papi, imposible no volver a verte aplaudiendo parado y
llorando cuando se encendieron las luces de la sala.
Hijo,
no importa cuánto pasen los días, siempre nos encontraremos en nuestra mirada
cómplice, esa que dice: tranquilo, te pensaré, te sentiré, te extrañaré cada
día…
Se
apagan las luces. De a poco vuelve a reinar el silencio. La sala sabe que
siempre estaremos juntos. “A-Dios que te
bendiga, A-Dios que te acompañe con toda la ternura y el amor”.
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