Por
Verónica Ojeda
veronicaojeda48@hotmail.com
Uno de estos días visitaba a una vieja
amiga, de esas que la vida te pone en el camino. Casi nada tenemos en común, ni
remotamente la edad, ni el estado civil, tampoco el trabajo, incluso ella hace
ya muchos años que dejó el suyo. Ahora recuerdo por qué nos hicimos amigas, fue
un tema de Frank Sinatra, hace un tiempo ya; pero el cuento viene por otro lado.
Cada año cuando se acerca la navidad me llego hasta su casa, para estar un rato
en su compañía y llevarle la mía, aunque siempre resulto ser la más
favorecida en eso, ya que su sabiduría es de las que deja perpleja y
pensativa. Yo sólo le cebo mates.
Esa tarde llegué a su casa, el pip de
la radio marcaba las seis, hora para una mateada bajo la sombra. Me gusta
llegar y pisar su vereda fresca de césped grueso, bucólico, custodiado por dos
enormes tilos que perfuman ese sector de la cuadra.
Me abrió la puerta como sabiendo que
era yo, caminó hacia el estar donde yace algo muy preciado para ella, el piano,
y haciéndome una broma tocó la melodía de la tan conocida “Noche de paz”… Reí,
y después a lo nuestro. Le pregunté si ya había desempolvado el árbol, me
refería al de Navidad, por supuesto; me miró y su rostro dibujó una
sonrisa. “Todos los días lo hago”, respondió. Me quedé callada pensando que no
me había escuchado bien, le di el primer mate y después vino el parloteo. Lo
de siempre: el tiempo, las plantitas, me pidió alguna ayuda en eso; preguntó
por la familia, los chicos; hablamos un poco de música y poco antes de las
ocho, nos despedimos en el umbral del alero. Me fui a casa a bajar mi
árbol y la caja con accesorios, esos que año a año mis hijos van cambiando con
entusiasmo. Ojalá eso dure para siempre, verlos armar el árbol, pelearse para
ver quién pone tal o cual adorno y quién instala la estrella en la punta, las
luces, la foto correspondiente y la visita a la casa de sus abuelos para
armarlo por segunda y tercera vez y de paso hacer algún pedido especial a Papá
Noel, por si acaso.
Revisando la caja de los adornos
encontré uno que hace muchos años cuelgo en el mejor lugar del árbol, es
chiquito, ya casi sin brillo, es una casita que aprecio especialmente por el
valor afectivo que tiene, y es donde deposito mis mejores deseos para cada año,
deseos que tienen que ver con lo espiritual, con las emociones y con lo que nos
hace ser lo que somos. Pido fortaleza para no morir en el intento de enfrentar
la vida cada día, responsabilidad para hacerme cargo de mi parte en lo bueno y
lo malo, sabiduría para poder encontrar siempre el camino o al menos
intentarlo, humildad para poder seguir aprendiendo y seguir creyendo. Respeto
ante todo, ante los demás, porque no siempre se escucha lo que se quiere,
tampoco se elige con quien trabajar, no se elige el vecino y sin embargo se
puede. Pido esperanza y voluntad, mucha, porque sin ella no podría levantarme
cada día ni podría proyectar mis sueños. Alegría tampoco que nunca falte,
momentos felices de esos que hacen que la vida tenga sentido, aunque duren poco.
Una cuota de ilusión y otra de fe, motores en la mayor de las adversidades,
salvavidas en medio del naufragio de esta vorágine que es la vida que cuando
menos se lo espera uno, lo sorprende, a veces bien y otras no tanto. Y
si tengo esto, tendré paz seguramente y convidaré todas esas cosas en la mesa
navideña para quienes quieran compartirlas.
Ahora sí entendí lo que quiso decir mi
amiga: que si deseo todo esto cualquier día, en cualquier momento de cualquier
mes, estaré desempolvando el árbol de navidad.
¡Salud!
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