Por Ana Guerberof
ana.guerberof@gmail.com
Desde España
En el mes de
agosto, el mes de vacaciones por excelencia en España, pasé más de una semana
atendiendo a mi madre en el hospital por una rotura de cadera. Los hospitales
suelen regirse por un tiempo similar al de los centros comerciales. Es como
entrar en un agujero negro: no sabemos si ha pasado un minuto, una hora o una
semana. Olvidamos la vida exterior, e incluso sepultamos la interior, y
actuamos como autómatas movidos por el horario-hospital, como si nos abandonara
el «yo» y errara por los pasillos del edificio ante las puertas del purgatorio.
Aunque las circunstancias que rodean al caso ya dan para una de estas crónicas,
no es la historia que vine a contarles hoy.
Mientras mi
madre se recuperaba, mi hermana y yo nos turnábamos para acompañarla, tomábamos
café y leíamos revistas de chimentos (o del corazón como dicen acá) que
intercambiábamos con las compañeras de habitación. Precisamente, fue en una de estas
publicaciones que encontré —entre el casamiento de uno de los miembros de la
familia monegasca, el permiso carcelario de una conocida tonadillera, la
ruptura de una pareja conocidísima por haber participado en uno de esos reality donde adelgazan más que
sobreviven— la noticia que les traigo este mes.
Desde hace diez
años, Günther trabaja en una funeraria que se encuentra a las afueras de Essen
(Alemania). Cuando lo contrataron, nunca pensó que se quedaría tantos años pero
ahí sigue, se ha acostumbrado, aunque el horario sea sacrificado y hayan
desaparecido los fines de semana y fiestas de guardar. Todo en su familia se
mide según su semana laboral que consiste en trabajar 6 días y descansar 3.
Durante este tiempo, ha visto de todo: muertes naturales, asesinados,
accidentados y suicidas de todas las edades, géneros y etnias. Como se trata de
una funeraria pequeña, todos se dedican a todas las tareas: recogida,
transporte, preparación y administración. Esa tarde está solo porque le toca
guardia en la oficina hasta las 22:30.
Es un día
tranquilo, ha contestado a un par de llamados equivocados. Como dicen en la
funeraria, los «tiempos muertos» son los peores. A eso de las 20:30, mientras
mira un video en Youtube donde unos elefantes entran en la recepción de un
hotel de Zambia, oye unos gritos que cree son de los turistas que acuden a ver
a los mamíferos. Pero una vez acabado el video, vuelve a oírlos. Los gritos
provienen de la propia funeraria. Günther sigue el sonido como si fuera el de
un flautista hasta el sótano donde tienen las cámaras frigoríficas. No está
asustado, sino hipnotizado por los ruidos que parecen llamarlo desde la
ultratumba. Una vez en el sótano, sale de su hipnosis y actúa con rapidez, abre
varias cámaras hasta que da con el origen: una señora de 92 años que recogieron
esa misma mañana de una residencia de ancianos. Él no participó en el servicio
porque entraba a su guardia a las 14:30 pero ha leído los informes de sus
compañeros. Causa de la muerte: natural.
La mujer se
agarra a su brazo con la firmeza de un águila cuando atrapa a su presa mientras
grita: «¡Estoy viva!», «¡Estoy viva!», como si tratara de convencerse más a
ella misma que a Günther. «No se preocupe, ahora mismo la saco de aquí», la
tranquiliza él. Está acostumbrado a mover a los muertos pero es la primera vez
que tiene que tratar con una resucitada. Con cierta dificultad, porque la mujer
se aferra a él como un nadador a punto de ahogarse, consigue sentarla en una
silla y la tapa con una manta; luego, llama a la ambulancia, al responsable de
la funeraria y a la familia de la presunta difunta ‑un sobrino que vive en
Frankfurt y que aún no ha llegado a Essen-.
Trasladan a la
anciana al hospital donde Günther acude cada día a visitarla. El sobrino lo
observa de forma sospechosa. Sin embargo, dos días más tarde, la señora se
vuelve a morir por un paro cardíaco no relacionado con el incidente (según los
diarios). Esta vez, sí es la definitiva. El fiscal de Essen presenta cargos por
negligencia contra el médico de la residencia que certificó la primera
defunción. Günther se encarga de la preparación final del cuerpo. De alguna
manera, está ligado para siempre a ella. Mientras la prepara, y a pesar de ser
ateo ‑como casi todas las personas que trabajan en una funeraria‑, se pregunta
si no fue testigo de una resurrección. Como decía Borges, quienes fueron
testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados, lo milagroso
da miedo. Günther se pregunta si aquella buena señora no llegó a su vida para
dejarle un mensaje y se siente, de repente, impelido a dejarlo todo y volver a
empezar.
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