Por Sebastián Muape / sebasmuape@gmail.com
13500 TARDES
Silvio da dos o tres vueltas a la manzana, antes de
estacionar. Aunque escruta minuciosamente cada uno de los autos detenidos junto
a los cordones, no logra reconocer la patente que busca. Camina una par de
cuadras por la vereda de enfrente del bar, intentando advertir (para luego ver
si reconoce) alguna figura femenina abriéndose paso a través del otoño, las
hojas disueltas en remolinos y la llovizna crepuscular. Acomoda el cuello de su
impermeable para que contribuya a restarle identidad, mueve sus tobillos de
manera circular para ablandar un poco los zapatos recién comprados y testea en
sus yemas la fragancia habitual. Suerte
que las dudas no se huelen, piensa mientras avanza a paso moderado.
La fachada del bodegón aparece sobrecogedora, pasó miles
de veces por esa esquina, pero ninguna tuvo la connotación de esta tarde. Las
fibras de Silvio se sacuden sin pausa. Elige una mesa cuyo ventanal da sobre la
avenida, se saca el abrigo y se acomoda el pelo, el vidrio le devuelve una
sonrisita breve.
Ángela baja del taxi. Inspira profundo y colgándose la
cartera de su hombro izquierdo, cruza el empedrado. Llega exactamente puntual y
cuando está a metros de la puerta, ve al hombre de perfil por entre los
espacios que deja el fileteo en la ventana.
Sus ojos y sus ideas invadidos de recuerdos, empiezan a
reconstruir, capa sobre capa, una imagen anacrónica pero perfectamente
reconocible. Se acerca desde la vereda como para dejarse ver, justo en el
instante en que él, sobresaltado, agita su mano sin decidir si pararse o no. Tensas
sonrisas musicalizan la escena.
Parados al costado de la mesa, se saludan con familiares
besos de mejilla y se agarran de las manos. Avasallados,
poco preparados para este plan, sin saber exactamente qué decir, transitan esos
momentos en los que normalmente uno pregunta y re pregunta: ¿cómo estás?
Se sientan, Ángela se mueve con marcada elegancia, lo
cual no es indiferente para Silvio, quien, ahora en silencio, siente cuánto lo
atrae su acompañante. Las miradas tienen una intensidad inexorable, igual que
el paso de los años. ¿37?, pregunta
la dama. ¿Estás seguro? Bueno sí, siempre
fuiste muy preciso en esas cuestiones; 37 entonces, terminó aceptando. Sólo
él lleva alianza.
La conversación va repartiendo confianzas y el relato de
sus vidas fluye al compás de la noche ya instalada. El bar donde ella pide un
Otard Dupuy, es el mismo donde cenaron juntos la última vez, cuando eran ellos pero
otros. El caballero elige licor de naranja.
Empataron en reconocimientos de gestos, tics, señas y
modos. Silvio llena las camisas sin problemas; Ángela mantiene en su andar y en
su porte, la seguridad sanguínea de todas sus épocas.
Hay algo en la forma en que la mujer se acomoda el pelo
detrás de la oreja, en la cadencia de esas grandes manos en movimiento, que lo
electrocuta aun. Un voltaje amigo que lo
recorre, una especie de regocijo intravenoso que lo mantiene anclado en un tiempo
antiguo.
¡Arrebol era la
palabra!, recuerda la dama. Las nubes teñidas
de rojo cuando la tarde se entrega, agrega. No tenía idea lo que significaba y vos, desde el banco de atrás me alumbraste
y además me invitaste a verlo, desde la esquina de la capilla. Los mil
arreboles que cambié por una vida europea, ahora es un monólogo lo de la
mujer.
Tres horas después, en la misma ochava, van a despedirse.
A veces la vida es un hermoso paseo en calesita, donde cada una de sus vueltas
desafía las leyes del tiempo, el pulso de los corazones y lo inefable del
destino.
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