Por Alejandra Tenaglia
Los rumores y los chismes en torno al
mate, la mesa de bar o la cena con amigos, ¿hacen crecer el cabello a los
calvos, mejoran la circulación o el tránsito intestinal, eliminan la celulitis
y la flojera abdominal, abultan la billetera para facilitar la llegada a fin de
mes? ¿Aportan datos al camino de la ciencia, belleza al universo, poesía a
nuestros oídos, posibilidades de seducir al ser amado o conocimientos útiles
para, por ejemplo, producir sin contaminar? ¿Disminuyen el hambre en el mundo,
las enfermedades que liquidan de a tandas, la obscena desigualdad que surca la
humanidad entre los que sí y los que no, la ignorancia que mata sin saber y la
corrupción que mata aún sabiendo? ¿Se los considera chistes, bromas,
chascarrillos, siendo que en realidad lejos están de atarle los cordones a este
género superior que es el humor? ¿Se tiene en cuenta, cuando se repite a tontas
y a locas (es el caso del chisme), una charla tras otra, una charla tras otra, una
charla tras otra, la cantidad de cosas que se están perdiendo de hacer o decir
en ese encuentro con el otro, pudiendo convertirlo en un momento valioso? ¿Se
toma dimensión, cuando se trata de un rumor (habladuría emitida con la
intención de difamar), que se está siendo usado para un fin insospechado,
convirtiéndose en cómplice inmediatamente después de reproducir algo sobre cuya
veracidad no se tiene ni puta idea? ¿Conocen a alguien que haya ganado respeto,
afectos, admiración, amigos, ratos memorables, algo perdurable, después de esas
adrenalíticas descargas verbales sobre vidas ajenas casi del todo desconocidas?
Quien lo piense dos veces, ¿afirmaría que una persona puede ser reducida a un
concepto armado en base a características ni siquiera personalmente verificadas
por el emisor? ¿No sería más acertado hablar de uno mismo, sobre quien algo más
posiblemente sabemos? Compartir experiencias, pedir opinión, exponer dudas; con
sarcasmo, con ironía, con ímpetu, con lo que se quiera pero haciendo eje en lo
propio. O en el otro, interesarse por sus desiertos áridos y sus frondosas
alboradas, abrir los oídos con atención ante lo que nos quiera contar, despejar
el ánimo de tropelías personales y ofrecer el corazón a quien está regalándonos
nada más y nada menos que su tiempo, que es el más preciado de los recursos no
renovables. O reír, reír, reír, con y del mismo grupo presente; porque si lo
hace a costilla de ausentes, alguien advertirá que eso mismo hará con el
próximo que se levante de la mesa. Desde el principio de los tiempos existen quienes
aseguran, afirman, juran, haber visto o escuchado o incluso sido testigos de
diálogos nunca ocurridos, hechos labrados en el ámbito de la imaginación, la
ilusión o la tentativa de manipulación. Así que ni descubro el jugo del limón
ni intento dar curso de naranja. Pero, mi amigo, creo humildemente que lo
pasatista se convierte en otra cosa, cuando con ello se daña. Y además, ¡cuánto
desperdicio de ocasión!
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