Por Carina Sicardi / Psicóloga
“Si la historia la escriben los que
ganan eso quiere decir que hay otra historia, la verdadera historia, quien
quiera oír que oiga…”
Abril
y junio suelen vestirse de celeste y blanco, al menos por un día o dos. Resulta
que en el calendario escolar anterior a 1982, nos encontraba entonando una
marcha que siempre resonará en mis oídos: “tras
su manto de neblina, no las hemos de olvidar…”
Alberto
llama telefónicamente solicitando un turno para comenzar terapia. Después de
acordar horarios, nos conocimos. Hombre de expresión adusta, de casi exagerado
respeto, de voz baja pero firme, me da la mano a modo de saludo y se queda
esperando que yo le indique dónde debería sentarse.
Sabemos
que los síntomas con que el paciente se presenta, no suelen ser los únicos ni
necesariamente los reales. En este caso, Alberto consultaba por terrores
nocturnos. Se despertaba gritando y llorando en las noches, incomodándolo y
angustiándolo. Si estaba en soledad, por la desesperación de un grito no
escuchado ni contenido por nadie; y si estaba acompañado, por el susto y
desazón que en general, generaba en la otra persona.
Él
tenía dos hijos de una pareja de la que estaba divorciado; un hijo de soltero,
a quien conoció de adolescente; una separación reciente de la que no hubo
descendencia; y una historia empezada en la que la violencia que ejercían sobre
él, lo tenía angustiado y triste en el diario devenir.
Pero
su angustia venía de tierras lejanas…
Teniendo
18 años, como tantos otros, fue parte del Servicio Militar Obligatorio. Con el
alta en mano, después de un año, fue convocado por el ejército a la ciudad de
Córdoba, sin órdenes claras. Simplemente tenían que presentarse con su
documento de identidad. Así se despidió de su familia, como quien va a regresar
al día siguiente…
Otra
sería la historia. En Córdoba, los subieron a un avión sin decirles el destino,
y a las pocas horas, el frío viento del sur los recibía… la guerra de Malvinas
había comenzado…
No
sabía bien qué estaba pasando, pero el sentimiento patrio había empezado a
crecer en el pecho. Quizás como única forma de darle calor a tanto frío, razón
a tanto sinsentido, hogar a tanta soledad…
Les
repartieron armas, y doble medalla con nombre y apellido. Más tarde aprenderían
que el ser doble no era un gasto innecesario, sino que en caso de muerte, una
descansaría eternamente con ellos y la otra sería entregada para no ser
enterrados como NN.
Le
dieron un arma de guerra que no funcionaba…
A Alberto
junto con su compañía le correspondía cuidar el aeropuerto. Con su compañero de
trinchera hicieron el pozo que los mantendría a resguardo los días que durara
la guerra, seguro serían pocos, y victoriosos volverían al hogar, siendo
recibidos por un pueblo feliz que nunca olvidaría semejante epopeya.
Pero
los días pasaban, el hambre era mucho, el pozo se llenaba de agua y los pies ya
no soportaban el frío y la humedad… Alberto ya casi no podía caminar. El miedo
en el medio de la noche cuando sonaban las sirenas y los bombardeos empezaban,
se había transformado en su sentimiento diario. El uniforme recibido cuando
llegaron, seguía siendo el mismo que llevaban puesto... No podían curar sus
pies, otros soldados estaban peores que él.
Ya estaba… las cartas dejaban de llegar, los galpones llenos de comida
se abrieron después de la rendición.
Lucharon
hasta que ya no tuvieron fuerzas. Robaron comida por supervivencia, lloraron su
propio miedo a la muerte en la de sus compañeros, guardaron secretos que
morirán con ellos… Se quedaron sin respuestas, a tantas preguntas.
El
grito de Alberto en el medio de la noche era aterrador, sinónimo de tantos
gritos callados en una tierra lejana que aun nos duele; tan lejana en la
distancia como tan nuestra en el sentir…
Les
debemos el reconocimiento de los héroes, que va más allá de un día o dos por
año. Les debemos el no olvidar por lo que, en nombre de un país entero, ellos
solos han pasado…
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