La mujer en el balcón*

Por Enrique Medina

¿Por qué la extraño con tanto rigor
si ella nunca me llegó al corazón?
Apoyada en la baranda del balcón
la adulta mayor fulguraba  bajo el sol.
Regaba ella plantas, barría y también
baldeaba ese mi ambicionado balcón.
Vestía largas túnicas orientales con
dibujos, colores hechiceros, fumaba.
Desde la nuca cepillaba su cabello
dorado que luego recogía una cinta.
Con mis binoculares siempre la espié
regando mis lindas plantas también.
Ella corría las rutilantes bambalinas.
No dejaba ver el hermoso interior.
Alguna punta de mesa, sillas, poco.
Lo importante eran las plantas que
ella cuidaba manteniéndolas sanas.
Tres veces la tuve cerca muy a mano.
En la Confitería del Carmen una vez.
Yo en otra mesa cercana intentaba
escucharla hablar con el otro señor.
Deseché que fuera algún amante,
familia seguro, un primo, yo pensé.

Los perseguí hasta el edificio de ella.
Fue un beso de pariente a pariente.
¿Las ansias arrancan de mis entrañas?
Otra vez fue cruzándonos en la vereda.
Yo iba, ella venía, majestuosa de largo,
con actitud de reina natural, sin mirar;
alta, magnífica como una yegua árabe.
Creí que era un regalo del cielo y decidí
ir detrás pensando el pretexto adecuado
en esas dos cuadras súbitas, torturantes.
Puso la llave en su edificio y eso fue todo.
La tercera será la vencida, recontrajuré.
Soñé que yacía calma en floresta verde.
Lo sé, Dios fue conmigo muy generoso.
La tercera vez bien fácil pude asediarla:
¡Coincidimos en la caja del supermercado!
Muy a mano la tuve pero mi lengua negó.
Ángel duerme, tus manos adoro y beso.
Le rogué a Dios y ella me habló directo.
Dijo precios y esperas y colas y tarjetas.
Por suerte el poco espacio entre cajas
sostuvo mi verticalidad fría y endeble.
Al menos disimulé gracia entendedora,
mientras ella firmó y se fue sonriendo
con la cajera que le avisó diarias rebajas.
De piedra yo, sintiendo en mi hombro
el índice del Sumo Hacedor llamando.
Me ve avergonzado, y asombrado suspira:
Querido amigo, ¡yo más no puedo hacer!…
Para mí ya no hay mundo que exista sin
que tus alas, ay, se extiendan melodiosas.
Pasó un tiempo y ella seguía en el balcón.
Hasta que dejé de verla sin preocupación.
Noté las cortinas desprolijas, mal corridas.
Las pobres plantas sufriendo falta de riego,
las hojas se destemplaron de verde a gris.
A la sazón incrementé control cotidiano,
pero ningún resultado ni sentido extraño.
La adulta mayor ya no fumaba bajo el sol.
Una mañana huyeron las muertas plantas.
Antes habían fugado el pedestal, el búcaro;
y a la semana desconocidos caminaron el
balcón, raros, tasando alto y a los lados.
Musgo barroco, sigilo unánime de estrellas.
Sin duda tendré una cuarta oportunidad.
No falta mucho, el corazón se estremece,
ya mis plantas comenzaron a marchitarse.


* De su último libro, “Áspero cielo”

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