De reojo - Duilio H



Por Sebastián Muape / sebasmuape@gmail.com

Como las hojas de la higuera tiene la cara Duilio H, ancha y rugosa, áspera y ajada; seca. Tiene la cara seca como el resto del cuerpo y seco por una simple razón, está muerto.  Aunque se murió hace horas, está más seco que las hojas de la higuera, caídas hace días en el patio trasero del salón mortuorio.
Esas hojas que raspan el portland cuando el viento las muda, este viento del vientre del otoño, de este otoño confundido y arrogante que se cree invierno. Seca su vida, seco su carácter, seco de amigos, seco de amores, Duilio H. Un albañil calificado con tantas tardes de bar, como kilómetros de muros levantados, alisados y mejorados.
Las manos de Duilio H. Manos de elefante ahora entrelazadas, venosas, marrones, pesadas. Manos útiles de capataz, manos de pocas caricias, manos con gesto pétreo, más chirlos que palmadas. Manos firmes de peón que trajo el asfalto y tapó, con manto gris y brea, la última cancha de bolitas de los pibes. De los pibes y de sus dos hijos varones que ahora, mientras se toman cien cafés lo lloran con lo justo, y cuentan las sillas vacías, simple aritmética, sobra una mitad y a la sala contigua van a parar. Nada de andar contando soledades.
Ahí anda la pobre vieja, estrujando el pañuelo su ladera fiel. La quinta habían labrado, el adobe, la paja, los surcos. Los surcos de la tierra, menos profundos que los de la vida, de la vida que queda, humedecida de lágrimas de cera, que tienden a secarse también.
Llega la palma del bar del club, los rivales enclenques de la mesa de tute cabrero, que no son tantos tampoco, y que también huelen a Hesperidina. Algún vecino que pasa y mira, bolsa de pan en mano y que se demoren las tostadas con manteca, en el utópico caso de que haya alguna cara conocida. Y pasa que es domingo de mañana y el sol está como cohibido, mirando para otros universos.
Por eso es bueno que se sumen más hijos ¡claro! Dos más, por ahora. Dos hijos y madre en fantasmagórica presentación, otra madre y otros hijos, que tal los dos primeros, deben andar oliendo los cincuenta. Simultáneos, aunque a decir verdad, ni un poco se parecen. Altos, de ancha espalda aquellos, a molde de Duilio H; regordetes y petisones estos, más de escritorio, más de aula, más de madre. Suaves los rasgos, las miradas; no tan punzantes los pómulos. No hay sol curtiéndoles el cuello, no hay astillas desvirgándoles las manos, no hay brazos ni hombros de repartir reses, no quedan las retinas del soldador. No hay lazo, no lo hubo antes, no lo hay ahora. Hay gesto, historias para cerrar, páginas para olvidar, abandonos para saldar. Punto y final.
Y llegan, con cara de “…y bueno…”, pero valientes, decididos y se presentan nomás, como corresponde. Los ojos de la vieja como lupas, bastante más joven la madre dos, junta las manos y se las apoya en el pecho y mueve la cabeza de un lado a otro. No llora. Murmullos y precisas aunque breves explicaciones en la ronda de seis, que no es una mesa de tute cabrero, porque esta partida se jugó hace rato y al parecer se empató. Qué más da. El que reparte ya partió, no escucha, no ve, no siente, no pide perdón. Y qué valientes los hijos dos, pura personalidad, en eso sí que se parecen a Duilio H, que de haber nacido décadas antes, sin dudas hubiera sido cuchillero. Ahora resulta que era arrabalero.
Se vuelve a sentar la vieja y mira la baldosa color mostaza, mira el cajón y ahí dentro yace indiferente la mitad de su vida, ¿que ahora resulta ser un tercio? No, mitad es mitad, qué tanto…  
Hechas las formalidades de rigor, encaran la puerta los hijos y la madre dos; pero le salen al cruce los hijos molde Duilio H y no es para menos; en unas horas hay que cargar el cajón y la aritmética no miente, sobran cuatro manijas.


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