Por Alejandra Tenaglia
Parada
en
el
comienzo de la rayuela,
la piedra en la mano,
el corazón palpitando.
Sólo queda llegar al cielo.
Por
casual azar, por gracia divina, por firme decisión, por encarnada convicción,
por espontánea inclinación, por racional labor, por sabiduría ancestral, por
aprendizaje barrial, porque el tiempo es un bien escaso y la vida un misterio
aún sin explicar, porque no sabemos nada del más allá ni del antes de acá, es
que quizás seamos siempre un poco niños, dando un paso de umbral a umbral. Adultos
que piedra en mano y deseo en alto, vuelven a intentarlo una y otra vez con la
ilusión renovada y la mirada plagada de emoción; aunque las canas, aunque los
dolores, aunque los fracasos, aunque los faltazos; aunque al primer vistazo
todo parezca lejano, ajado, ajeno. Un fervor propio, un singular estupor,
constituyente y constituido para siempre, puja su suerte, reclama su día,
quiere volver a ver el sol. A veces no lo logra; a veces, no. Cerrojos aquí,
allí y por debajo también, tirado el manojo de llaves por la ventana, y
entonces el carcelero, ahora preso, se bifurcó. Se lo perdió, por chambón.
Usted,
¿lanzó su piedra? Entonces avance y deje de quejarse que a los saltos andamos
todos. Y sobre todo porque después, me toca a mí otra vez.
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