Por Carina Sicardi / Psicóloga
Sus
diecisiete años rebeldes y valientes llevaban consigo una vida que parecía el
doble de tiempo vivido. Bella como siempre, aun la recuerdo parada en el
angosto pasillo de mi antiguo consultorio. No estaba sola, una inminente panza
de cinco meses de embarazo la acompañaba, señal inconfundible de su lucha
desigual contra una sociedad que le estaba haciendo pagar muy caro la osadía de
ser quien era.
Agustina
arrastraba tras de sí no pocos sinsabores. Era la hija menor de un matrimonio
de características peculiares. Su mamá, representación absoluta de una
resignada aceptación; su papá, un justiciero espadachín de tiempos idos, con
una extraña necesidad de popularidad pueblerina, que marcaría para siempre la
vida de esa hija que recién asomaba a la vida social.
Se
paga muy caro el ser la hija de quien decidió destapar secretos celosamente
guardados, a viva voz, en un pequeño pueblo que enmudeció ante tamaña
demostración de descaro. Pero ese silencio vaticinaba cosas peores… nunca
perdonaría que se lo despertara a los gritos de su eterna siesta veraniega…
Inocente
de todo acontecer paterno, Agustina conoce y se enamora del chico del momento,
prototipo del lindo y adinerado adolescente. Eran vecinos, quizás todos los
sean en una población tan mínima… pero ellos lo eran por proximidad geográfica.
Tan cercanos en los metros que distanciaban una casa de otra, como lejanos en
las historias de vida que los marcarían.
De
esa unión tan inocente en el sentir como pasional en el hacer, se gestó el bebé
que ahora crecía en ese vientre adolescente, negado por ese papá joven e
inmaduro que jamás reconocería haberse relacionado con esa chica que parecía
llevar el sambenito sobre sus hombros… ser la hija del innombrable y repulsivo
García.
Secándose
las lágrimas, frente a un pueblo cuyos dedos acusadores sólo se escondían
detrás de un miserable silencio cómplice, comenzó Agustina su lucha. Ya no iría
a estudiar a la universidad, ni podría ir a la graduación de secundaria. El
apellido hacía mucho más pesado el sambenito… pero los vientos adversos no la
tumbarían.
Así,
pese a todo, nació Martina, pequeña compañera inseparable en el amor y en la
aventura de sobrevivir a esos padres, ausente uno, demasiado presente el otro,
demasiado… tan pernicioso y letal como el negador de realidades innegables.
La
vida le devolvió la posibilidad de conformar una familia. Sin dudas no fue
casualidad que conociera a Carlos, bastante mayor que ella en edad, igual en
espíritu de lucha y aventura. Él sí decidió ser el padre de Martina, tal vez un
poco de las dos, si consideramos al padre como ese ser protector en cuyos
brazos nos refugiamos cuando las tormentas del existir parecen arremeter con
todo…
Pero
faltaba mucho por vivir aun… Un espíritu libre no puede quedar encerrado en una
casita pequeña y bella como para ella…
Así
conoció Agustina a varios amores (¿o a ninguno?), en la búsqueda de lo que
nunca tuvo: el compañero al lado del cual nada malo podría ya ocurrirle, que con
una mano fuerte tapara el sambenito, que la quisiera como a Agustina, así, sin
más que ella, sin apellido…
Cada
hombre parecía ser el correcto, pero igualmente respetables de la ley paterna,
un día así, sin más explicaciones que un adiós lleno de lágrimas de supuesto
amor resignado, desaparecían por la misma esquina por la que se los había visto
aparecer…
“Usted
es todas menos una”, diría Dolina. Vos sos una distinta a todas, mi querida
Agustina…
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