Por
Alejandra Tenaglia
Éramos un grupo
decididamente heterogéneo, como suele suceder con los turnos universitarios
nocturnos, donde se aglutina una masa de gente cuyo trabajo diurno le aporta el
cansancio justo como para cabecear de tanto en tanto en medio de la clase.
Alberto, casado, hijos, panza redondeada, barba abundante y calvicie asentada,
trabajador público distinguible a una cuadra, baboso mal disimulado, chistoso,
serio cuando hablaba de leyes como si estuviera invocando alguna intimidad.
“Dilma, la asexuada”, así es como se presentaba nuestra extraña amiga, quizás
para abreviar preguntas sobre los largos pelos en sus pantorrillas o la malla
de hombre que usaba como constante bermuda, con ojotas y pucho colgando de los
labios mientras entornaba la mirada; movía contactos y conseguía libros que no
podíamos pagar; nadie nunca le preguntó demasiado sobre nada y sin embargo le
teníamos tanta confianza, que hasta tenía una llave de mi casa para esperarnos
con el almuerzo listo los sábados, único día en que todos coincidíamos para reunirnos.
Yo trabajaba por entonces, de 20 a 8 horas, en un bar siniestro en el que
estaba prohibido apoyar el traste en banqueta alguna durante el horario
laboral. De modo tal que esperaba el interno 120 como un lujo bendito. Ese fin
de semana, estábamos todos. Clarita, tan eléctrica como delgada, ponía los
platos. Hermana mayor de cuatro, clase media ajustada, tan culta como sencilla,
gran retadora de backgammon. Y finalmente, Liliana. Como los demás, era nacida
en Rosario. Pelo rubio pesado cubriéndole casi toda la espalda. Curvas generosas
pero delicadas. Pálida. Ojos verdes. Nada lo hacía de corrido. Ni hablar ni
sonreír. Siempre interrumpiéndose, como tanteando el ambiente. Daban ganas de
ayudarla, cuando emprendía una exposición. Ese día, cuando llegué, estaba
pidiendo perdón por no haber ido temprano como habían quedado: “es que me
equivoqué en un corte y me tocó el encierro”. Pestañeos agitados. Explicó que
en la tienda, quien erraba en algo, pagaba debiendo quedarse a lavar los pisos
fuera de horario, y como el local de calle San Luis quedaba vacío, el mismo
dueño cerraba con llave y volvía media hora después a ver qué tan espejados
habían quedado los mosaicos… Las medias sonrisas, desaparecieron por completo.
Hurgamos. Así supimos que el judío la llamaba “tarada” y “estúpida” habitualmente,
y que a eso se sumaban “chirlos en la cola, que no es que duelan porque no son fuertes,
pero… ¡me molestan!” Espantados, la convencimos de que debía irse de allí. No
fue fácil que advirtiera la irregularidad de lo que venía sucediendo. Pero al
fin, pensó que tal vez sí era cierto que podía conseguir algo mejor, y que
también era firme el argumento de que al vivir con sus padres tampoco era que
no iba tener dónde dormir o qué comer. Renunció. Al sábado siguiente la escena
fue otra, cuando volví a casa. La cara alarmada de mis compañeros me anticipó
que algo no andaba bien. Lili se había tomado unas cuantas pastillas y estaba
ahora tirada en mi cama, después de ser atendida por los de Emergencias, quienes
aseguraron que no corría riesgo alguno y sólo había que dejarla descansar. Se
me encendió un fuego en el estómago. Fui a verla, abrió los ojos apenas y me
hizo seña de que me acercara, le tomé la mano y le dije que no hablara. Me
susurró sin embargo: “Yo… no puedo, no puedo. Voy a volver…” Tragando con
dificultad, aprendí una lección que no olvidé jamás.
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