Por Carina Sicardi / Psicóloga
La
vida nos presenta permanentemente la oportunidad de decidir, lo que sea, desde
el detalle más pequeño a las instancias que cambiarán para siempre el camino
que hasta ese momento recorrimos.
Después
de once años de trabajo en el SAMCo de Chañar Ladeado, con muchas vivencias y
hermosa gente que conocí y por la que guardo un cariño inmenso, decidí tomar el
cargo que por concurso ganado, se me otorgaba en dos de las salitas
asistenciales de Firmat. Gran experiencia. Ese viernes, con el dolor que
generan las despedidas, saludé a mis compañeros y casi sin mirar atrás, el auto
avanzaba alejándome del lugar que hasta ese instante era “mío”, y ya no.
En
una de esas salas, una mañana de invierno, esperaba Perla su turno, prolija y
celosamente guardado por María, la secretaria. Cuando llegué (tarde, como
siempre), Perla levantó la mirada y me sonrió de un modo estereotipado, como
quien sabe que es parte de ser bien educado, mostrar ese gentil gesto en señal
de saludo.
Así
nos conocimos. Perla tenía una hermana gemela, Mónica; eran extremadamente
parecidas físicamente. Hija de padres mayores, por lo cual los 28 años la
encontraron cuidando a su madre “que ya es grande y me necesita”; también a su
abuela materna. Su padre había fallecido siendo ella pequeña.
Vale
aclarar que debo pensar y obligarme a escribir en forma individual y no de a
dos la historia de Perla, ya que en su discurso parecía no distinguirse el
límite entre una y otra. Así transitaban la vida, dos o nada.
Costó
que Perla fuera ella y no “la melli”, costó que pudiera enfrentar cada día
intentando ser una, mirarse en el espejo y reconocerse no siendo tan solo una
mitad, que era como se percibía. Como si cada una hubiese tomado una potencialidad
y le hubiese regalado la mitad a la otra. Entonces, sólo se podía restar: la
mitad de inteligente, de bella, de seductora, de imaginativa, de aceptada. Casi
nada se podía sin la otra parte, hasta ese día en que, sin Mónica, estaba
esperando su turno para comenzar terapia, para intentar encontrar su identidad.
No fue
poca la culpa que la decisión le generó. ¿Cómo salir de esa dualidad sin sentir
que la piel nueva duele si se expone al sol por primera vez? ¿Cómo permitirse
ser feliz si su hermana seguía en la oscuridad de la cueva?
Infinidad
de cuestionamientos iban develando verdades guardadas en el baúl de los
recuerdos familiares, cuyas llaves poseía su mamá. Esa mamá que las necesitaba
como dos mitades, que haría que nunca se fueran de su lado porque debían
cuidarla, tal como era su deber… Si así no lo entendían, unos golpes certeros,
físicos y psíquicos, se lo recordarían a diario.
Invisibles
para el mundo exterior. Un sistema escolar que ni siquiera las veía, con o sin
problemas intelectuales. Ni el bajo rendimiento hizo que alguien detuviera la
mirada en ese mundo que cada vez más, se resguardaba de a dos. Salir de allí,
¿para qué?
Pero
Perla se animó. Poco a poco, con el miedo y el dolor que le provocaba ser ella
misma, un día se descubrió soñando con una carrera universitaria. Y con eso, la
posibilidad de conocer gente nueva. También logró vivir sola. Ella, en quien
nadie apostó nunca, logró apostar por ella misma. Hechas de nueve lunas y sin
ninguna luna…
A
veces la culpa hace que mire hacia atrás, con la esperanza de ver a su hermana
dejando el pasado. Pero enseguida recuerda lo que le costó el despegue y sigue,
pese a todo, sigue. Descubriendo el mundo y su mundo, tan hostil en el adentro
como fuera. Es que, empezó a mirarse, aunque aun no haya dado con esa otra
mirada que decida detenerse en ella.
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