Ciclos

Por Alejandra Tenaglia


Poco después de asomar el sol con su claridad a cuestas, quien asoma por la puerta que da al patio, es Doña Ana. Entrecierra un poco los ojos, para intensificar la mirada, al tiempo que extiende su rostro en dirección al montón de hojas verdes; aún así, la distancia y su miopía pueden más. Apoyando una mano en la pared, asegura su parada -es que la cadera viene jugándole malas pasadas-; y repite el gesto aguzando la vista. Parece no lograr su cometido. Baja el escalón con un paso cauto. Nivela sus pies al ras del jardín y recién entonces, con andar arrastrado, tal como si llevara comprimidos los dedos en el interior de las chinelas, avanza hacia la planta. Ya frente a ella, sonríe mirando de derecha a izquierda y de arriba abajo. Un “aaaayyyyyy” es acallado por su propia mano que tapa su boca. Es que, ha florecido el geranio… La mujer, que habíase inclinado para observar en primerísimo plano los espléndidos ramilletes, supera la presión que siente en su cintura y sin perder nunca la alegría que su rostro expresa, se yergue. Entonces, con las palmas de la mano hacia arriba, dice un apenas audible “gracias”, mirando al cielo. No sabe a quién le habla. Escéptica de chica y ni hablar de grande, Doña Ana es, no obstante, una convencida de que algo muy superior a nuestro entendimiento, hay allí donde no podemos ver... Y que parte de esa fuerza ininteligible, se hace manifiesta en la puja constante con la que la naturaleza ejercita sus ciclos. Año tras año, cuando llega su momento, la planta cumple. Sus hijos han jugado en sus lindes, maltratándola sin intención ni conciencia. Toto, su marido, revisaba y extinguía los caminos de hormigas que afrentaban su belleza, amenazando además su existencia. Frida, la perra, recibió un par de zapatillazos hasta entender que allí no debía ir a jugar; aunque siguió haciendo pozos peligrosamente cercanos y ya ni eso, porque ciega y vieja, sólo cumple su papel de fiel ladera de su dueña. Los hijos la visitan ahora domingo de por medio y a Toto es ella quien lo visita en el cementerio, todos los sábados. Tanta vida se ha tragado el tiempo y tanta muerte ha lanzado como flechas cargadas de tinieblas. Sin embargo, los geranios continúan su ritual, estación tras estación. Y quizás por esa continuidad o porque es cierto que la humildad no es un punto de partida sino de llegada, Doña Ana disfruta en grande, lo que antes podía pasar como un detalle más, en medio de rutinas orientadas hacia metas enclavadas en marquesinas centelleantes. Como el agua fresca que calma su sed de madrugada, al pie de la heladera y con la puerta abierta; como el acostarse en sábanas recién puestas, tersas como no lo estarán al día siguiente; como el “te quiero” que sus nietos le regalan con una frecuencia inusitada en sus hijos; como el sabor del primer mate de la mañana, espumoso y fuerte como a ella le gusta a pesar de su gastritis; como el grito que nombra su nombre desde el otro lado del tapial del patio, con el que su vecina Gladys insiste hasta que ella contesta, para luego preguntar “¿estás bien?… Es que hace un par de días que no te veo”. Como la compañía que le brinda el programa radial con el que tanto se ríe y se informa y se enoja y dialoga, hoy ya empezado, sin que la mujer haya encendido el aparato…


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