LOS
‘80
Por
Nico Raterbach
Los ochenta son muy extensos como para
una sola columna. También los 70, pero
debo reconocer la empatía que me genera la década oscura del rock. Y el placer,
por supuesto. Aclaro que Phil Collins
nunca tocó en Yes, error cometido en la
columna anterior. Si bien nunca fui amante de los productos musicales del rock
sinfónico como del pseudo hard rock del baterista, me disparó la pregunta: ¿cómo
pude enredarme en esa confusión? Si repasamos la década, lo que proponía el
establishment que había caído en la cuenta de que el mundo estaba huérfano de
los Beatles, eran baladas aceleradas algunos tempos y no tanto. Con algunos
virtuosos se podía construir el éxito de marquesinas y de dólares o procesar
bandas en la picadora de estrellas de rock fugaces del tipo “one hit wonder”
(maravillas de un solo éxito). Los desafío impunemente a que tarareen otra
canción de Europe que no sea “La ultima cuenta regresiva”. Hacia la segunda
mitad del decenio, a pesar de todos los intentos de Hollywood y del Rock in
Rio, del Live Aid, nos dábamos cuenta de
que el rock era nuevamente y al menos por arriba, un bodrio maquillado, refrito
de la década anterior que todos querían superar, un producto empujado por mucho
marketing y poco corazón. Y que el mismo mundo era lo suficientemente
desagradable como para empeorarlo con posters flúo. El “no future” punk había
llegado, hacía rato. En España por ejemplo, una epidemia de heroína, acompañada
por el recién descubierto H.I.V., descabeza prometedores exponentes del rock
radical vasco. En Europa, específicamente en Inglaterra, la falta de sol se empezaba
a notar. Lo lúgubre teñía todo. En Bélgica florecen las discos y de la mano de
una accesible electrónica, los jóvenes empiezan a componer música por ordenador
y sintetizadores. Subestimar este interesante fenómeno y a esos aventureros y
experimentadores, sería negar hoy a Chemical Brothers. Los circuitos under
comenzaban a repetirse y perdían el ímpetu, tanto del estanco cultural y de la
mixtura al salir de este. Damas y caballeros, el rock agonizaba nuevamente en
un hartazgo de solos de guitarra, de peinados ridículos y de poses y actitudes
que uniformaban a las estrellas. El pulso débil lo mantenían algunas
bandas frescas de Manchester y unos
pocos en Europa. Dice una teoría que la vida se originó del sol. Que nada puede
venir del frío. Pero en Seattle, donde el tornillo se siente, y los campus
universitarios tienen radios FM, empezaron a circular cassettes piratas de una
banda que era todo menos taquillera. La música y las letras parecían salir de
una existencia atormentada, de la náusea
misma y de las ganas y la impotencia de acabar de una vez por todas con las
miserias humanas. Creo que a Camus le hubiera encantado Nirvana, la banda a la
que estoy refiriéndome. El rock, una vez más, a la tercera década, había
resucitado y caminado entre nosotros. Tal vez, el mérito de reconocerle a los
80 ser el germen de lo que vendría
después, es un sucio ardid para negar al decenio. El bajo de Novoselic en “Love
Buzz” sincroniza el corazón del que escucha la canción. “Blew” genera deseo de
que el mundo acabe y se despedace mientras desgarra la
garganta de Cobain. Los bucólicos y desesperanzados del mundo tenían quien les
cante. Aquellos que no, despertaban del sopor y sentían en carne propia las
miserias del universo en su música. El rock volvía a la rabia. El parto escatológico
y oscuro del rock, había tenido lugar durante el oscurantismo del rock. Corría
el año 1989 cuando era editado “Bleach”, la segunda patada en el culo al rock y
primera gema de Nirvana.
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