Por
Alejandra Tenaglia
Los años que faltan
para el aniversario de tal metal. Los meses que restan para el parto. Los días
que avanzan a paso caracol hasta el depósito del sueldo. Las horas que corren a
velocidad desproporcionada con la cantidad de actividades que deben apretujarse
en ellas. Los minutos que se estiran como chicle al sol, mientras el llamado no
ocurre. Los segundos que pueden virar un destino, salvar una vida, arruinarla para
siempre. Los pesitos antes de rumbear para el almacén. Las monedas conseguidas
en la esquina, mano extendida ante cada ventanilla de los autos que
enloquecidos avanzan por las grandes urbes argentinas, donde las desigualdades
son más desiguales que en los pequeños poblados. Las flores que, desafiantes, van
estirando orondas sus pétalos en pleno otoño. Las manchas de humedad que se
expanden por el techo. Los amores importantes, los que a medias recordamos, los
que con cuidado olvidamos. Las lloradas sin horario fijo ni motivo explícito,
cuando tristezas viejas asoman la cabeza o estamos de estreno en materia de
penas. Las palabras, cuando los asuntos queman y medimos hasta el aire que
expiramos para no lastimar más... Los pares de medias, antes de viajar. Los
libros que orgullosamente vamos acumulando en los estantes de la biblioteca.
Las insistencias a las que no sucumbimos. Los padrenuestros y avemarías que
impuso el sacerdote como penitencia tras la confesión. Los secretos que nunca
jamás diremos. Los portazos que parecen más de los que fueron, por su interminable
eco sucediendo como resuello siniestro. Las metas para el año en curso. Los
anhelos, para cuando se pueda. Los sueños, para cuando se tome envión. Los vehículos.
Las cremas. Los partidos. Las remeras. Los aplazos que aún no podemos digerir.
Los papelones. Los escándalos. Las caídas. Las mentiras gigantes, las medianas
necesarias, las chiquititas y desapercibidas. Los “me gusta” en las redes
sociales. Los amigos virtuales. El tiempo que nos dedicamos y el que ofrendamos.
Las veces que repetimos, insistente e inconscientemente, la narración de esa
anécdota que muchos ya podrían repetir de memoria. Los pájaros que atraviesan
los cielos en bandadas organizadas con rigor militar. Las estrellas que vemos
“caer”. Lo que no dijimos. Lo que no supimos cómo decir. Las verdades que nos
justifican. Los argumentos que nos consolidan. Los principios que nos sostienen
aún cuando todo hiede. Los oportunistas que huyen raudos, buscando otra grieta
por donde filtrarse. Los cínicos que se creen piolas, pisando siempre baldosas
flojas. Los integrantes de la Corte Suprema de la Injusticia, que habilitaron
la aplicación del 2 x 1 para delitos de lesa humanidad. La tropilla de
genocidas que recuperarían la libertad, gracias a ese repugnante fallo. Los
males irreversibles que cometieron, los del sillón alto y los de altos grados. Los
fármacos necesarios para dormir. Los kilómetros recorridos a puro talón. Las
desesperaciones desesperando desesperadas. Las sonrisas, que él/ella nos regaló
y nos transformaron la mirada. Los actos honestos, los cotidianos y constantes
que tanto laburante ejecuta sin dudar; y los que son extraordinarios por alguna
característica especial. Y aquí nos detenemos. Paramos de hacer cuentas y
cerramos este balbuceo numérico con dos nombres: Martín Noriega, Damián Cardoni. Tatín y El Gula. Dos chabasenses
que han encontrado en pleno Bv. C. Casado entre Gral. Roca y Mitre, la
estrafalaria cifra de 4 millones y pico de pesos que han devuelto a su dueño.
Sí, es lo que corresponde hacer. Pero entre tanta abundante trampa, interés
rastrero y abyecto de ocasión, no está para nada de más aplaudir y destacar al
que obra con decencia y dignidad. Eso sí que da, indefectiblemente, saldo a
favor.
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