Por Carina Sicardi / Psicóloga / casicardi@hotmail.com
La
dama de gris estaba parada frente a mí. No la vi, ella se encargaba de que así
suceda; se mimetizaba con la gente, tanto, que se volvía invisible. Su rostro blanquecino
contrastaba con el cabello demasiado oscuro y corto. Flaca y desgarbada,
sostenía una carpeta enorme. Esto lo descubrí después, cuando comencé a
encontrarla más allá de ella.
Llegó
al consultorio por derivación del médico clínico, sin motivo aparente comenzaba
a sentir que no podía respirar, que se moría.
Laura
tenía casi 30 años y vivía con su mamá. Completaba la familia una hermana
mayor, Leticia, casada con Gabriel, quienes tenían a Tomás, su hijito del
corazón y dueño, desde que llegó, de los tiempos y las miradas de los cuatro.
Antes
de que naciera Laura, la suya era la clásica “familia tipo”: Elena, Julio,
Leticia y Adrián. Pero esa imagen soleada iba a atravesar la peor de las
tormentas. Una tarde de verano, mientras la diversión era la reina del
natatorio, el agua, aprovechándose de la inexperiencia del pequeño Adrián, se
lo llevó para siempre, alejándolo de ellos y dejando un vacío insoportable.
Al
año de ese acontecimiento, nació Laura, en una historia que no la esperaba a
ella sino a Adrián, el hijo amado y perdido irreversiblemente, con un dolor tan
insoportable, que no permitía aceptarlo… ni aceptarla.
Elena,
llena de oscuridad, se refugió en la parte más dura de la religión, esa que
juzga y señala, inhabilita y lastima. Julio comenzó a alejarse, de a poco, casi
sin darse cuenta ni ellos de su distancia. Ya nadie lo miraba salvo Laura,
buscando a la vez su mirada, una palabra que la constituyera, algo que fuese
sólo para ella, un abrazo en el que pudiera descansar. Sí estaba ese abuelo
que, sin cuestionar nada, desafiaba soles y vientos para devolverle el cariño
que la niña le regalaba a diario.
Doce
años pasaron hasta que Julio se fue un día y nunca más volvió a la casa, donde
quizás, había soñado con ser feliz. Pero el paisaje había cambiado ya.
Entonces
el sexo comenzó a ser el mayor de los pecados, eso que, según el discurso
materno, se había arrebatado a su papá…
Así
la encontré en la vida, con casi 30 años sin conocer el placer del sexo, y de
casi nada. ¿Cómo habilitar al placer con la Inquisición centrada en su casa,
cuyas mayores representantes eran su mamá y su hermana, su única familia?
Algunas
circunstancias la llevaron a tener que tomar decisiones que comenzaron a colorear
su vida. Y la soledad en la que trabajaba cambió, permitiéndole ser parte de un
lugar donde conocer gente nueva a cada momento, era una de las características
principales. Casi no era posible sostener la estructura del “convento
familiar”.
Allí
apareció Sergio, para nosotras, el señor puntano. Un seductor que conquistó el
corazón virgen irrumpiendo descaradamente, quizás la única manera de llegar a
ese amor custodiado por dragones.
Pero
para romper estructuras, había que hacerlo con todo. Sergio era casado y un
amante avezado y excepcional, que la ayudó a descubrir el fuego interior y
sopló hasta hacerlo crecer casi sin límites. Muy caro fue el precio que su
familia le pretendió imponer por la osadía. Ella quería pagar, pero ya era
imposible. En ninguna de las dos historias se podía volver atrás.
Por
eso Laura hoy, logró vivir en otra casa, en su hogar, con un buen trato
familiar hasta que intentan invadirla… ya no lo permite. Con un padre, vivo
aun, con quien se debe una charla para obtener algunas respuestas; y con el
desafío de perder el miedo de volver a enamorarse, esta vez sólo por ella.
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